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Artículos

Chile contra la política panamericana de Estados Unidos, 1881-1882: la diplomacia contra-hegemónica de un país pequeño

Chile against the Pan-American policy of the United States, 1881-1882: the counter-hegemonic diplomacy of a small country

Jorge Alfaro Martínez
Universidad de Santiago de Chile
jorge.alfaro.martinez@gmail.com
https://orcid.org/0000-0002-6754-5414

Recibido el 27 de febrero del 2025     Aceptado el 28 de abril del 2025

Páginas 361-404

Financiamiento: El artículo es resultado del Proyecto de Investigación Dicyt, Post-doctorado IDEA-USACH, patrocinado por Dr. César Ross Orellana.

Conflictos de interés: Los autores declaran no presentar conflicto de interés.

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Resumen: Se examina el actuar de la política exterior de Chile ante la política intervencionista de Estados Unidos en la Guerra de Pacífico, específicamente, la disposición para enfrentar el proyecto de integración panamericana expresado en la invitación a la Conferencia Americana de 1882, instancia evaluada como una real amenaza a sus legítimos intereses, en tanto, Washington desde su rol como potencia continental intentó consolidar su ascenso en la escala de poder internacional arbitrando en el conflicto, evitando perjuicios a Perú. En un esquema asimétrico, en donde Chile actuó como el Estado pequeño, debió ajustar su política para mantener la resolución del conflicto en el marco de la bilateralidad. Para ello se recurrió a bibliografía especializada y documentos y memorias del Archivo Histórico del Ministerio de Relaciones Exteriores de Chile.

Palabras claves: Chile, Estados Unidos, Política Exterior, Panamericanismo

Abstract: The actions of Chile's foreign policy in the face of the interventionist policy of the United States in the Pacific War are examined, specifically, the willingness to confront the Pan-American integration project expressed in the invitation to the American Conference of 1882, an instance evaluated as a real one. threatens its legitimate interests, meanwhile, Washington, from its role as a continental power, tried to consolidate its rise on the scale of international power by arbitrating the conflict, avoiding harm to Peru. In an asymmetric scheme, where Chile acted as the small State, it had to adjust its policy to maintain the resolution of the conflict within the framework of bilaterality. For this purpose, specialized bibliography and documents and memories from the Historical Archive of the Ministry of Foreign Affairs of Chile were used.

Key words: Chile, United States, Foreign Policy, PanAmericanism

Introducción

La reinserción internacional de Chile a fines del siglo XX, junto a las múltiples transformaciones de la sociedad de post Guerra Fría, generó un mayor interés por estudiar sus relaciones internacionales, inquietud que también alcanzó al pasado, a la comprensión de los procesos en clave histórica internacional, en tanto, las relaciones internacionales de los Estados pertenecen al sustrato íntimo de lo que conforma su identidad.

En este sentido, la Guerra del Pacífico (1879-1883) ha sido considerada el hito más importante de las relaciones internacionales para Chile, Perú y Bolivia, pero que lejos de encapsularse trascendió a la sociedad internacional americana y europea que consideró vulnerada su seguridad y/o intereses político-económicos. De ahí, que el historiador chileno Gonzalo Vial señalara que esa guerra, “junto con darnos nuevas superficies territoriales e inmensas riquezas mineras, nos acarreó el odio y el revanchismo de quienes –con buenos o malos títulos- habían anteriormente poseído y aprovechado unas u otras”[1]. No obstante, ningún comentarista coetáneo al conflicto se interesó demasiado por el eje de la intervención, a pesar de reconocer “a los capitales extranjeros y a las legaciones diplomáticas como actores intervinientes (…) pero cuyo accionar no decidía su curso”[2].

En este marco fue relevante la relación entre Chile y Estados Unidos, experimentando dinámicas cruciales y escasamente abordadas, considerando que fue hacia fines del siglo XIX cuando Washington se convirtió en el gran factor a considerar por la política exterior chilena, tanto en sus relaciones bilaterales como multilaterales. En efecto, no solo debió enfrentar a los adversarios, sino también, a la nueva potencia continental. Justamente, desde las últimas décadas del siglo comenzó a evidenciarse una transición del poder internacional, descrito por el declive de Gran Bretaña y el ascenso de Estados Unidos. Esta transformación estructural modificó necesariamente las correlaciones de poder mundial y continental, abriendo y clausurando oportunidades para los que hasta entonces habían sido sus aliados o detractores. Este escenario fue crítico para Chile, pues Gran Bretaña, su aliado histórico, retrocedía, mientras con Estados Unidos sostenía una relación compleja que se profundizaría durante la Guerra del Pacífico.

Chile ante Estados Unidos era un Estado pequeño, siendo aún incertidumbre el desenlace del conflicto que lo posicionaría como una potencia regional emergente. Empero, pese a la asimetría con Washington, cuyo poder lo alzaba como una potencia emergente con ánimo de hegemonía continental, que además respaldaba la posición peruana en el conflicto, Santiago tuvo que acomodarse a la nueva realidad de poder continental. Si bien, no pudo excluir del conflicto la presencia compleja que significó Washington, logró disponer su política exterior para defender sus intereses y garantizar sus legítimas expectativas. El ‘poder de la impotencia’ se posicionó ante los intentos de intervención estadounidense y ante su proyecto más ambicioso, la convocatoria de los Estados americanos a una Conferencia en Washington en 1882, bajo su liderazgo.

En este sentido, la tensión de análisis que examina este trabajo radica en el actuar de la política exterior de Chile, que a pesar de ser un Estado pequeño y en guerra con sus vecinos, fue activo y efectivo frente a Estados Unidos y a su proyecto de integración panamericana. Su política exterior evaluó como una real amenaza a sus intereses estatales el proyecto continental que pretendió arbitrar el conflicto y determinar las consecuencias de éste para Chile. Sería esto la base, en un futuro próximo, de la reorientación de su política exterior, que transitaría de la bilateralidad a la multilateralidad.

En consecuencia, debemos determinar cómo las autoridades políticas reconocieron la amenaza del nuevo escenario continental, qué bienes consideraron amenazados y cómo dispusieron su política exterior para neutralizar la iniciativa norteamericana, sorteando el obstáculo más relevante que se pudo imponer a su autonomía en la dirección de la guerra. Lo anterior, requirió de unos agentes político-diplomáticos idóneos para actuar en ese complejo escenario, con una evidente conciencia de la situación, capacidad evaluativa, resolutiva y convicción de que estaban en el derecho de gestionar sus controversias internacionales con la prescindencia de la potencia continental.

Para Chile, confrontar el panamericanismo fue crucial en la orientación de su política exterior y para el devenir de sus relaciones vecinales, una dimensión que subrepticia y de forma determinante contribuyó al triunfo en la guerra, asunto que la historiografía chilena ha soslayado. Por su parte, los estudios sobre el panamericanismo, solo han considerado la convocatoria para 1882 como una instancia frustrada de la política de James Blaine, quedando consignada solo como un antecedente de la I Conferencia Panamericana de 1889.

Continuar indagando en los intersticios de la Guerra del Pacífico y sus múltiples aristas, ilumina uno de los momentos más complejos y estructurantes de la realidad internacional chilena, ampliando la mirada sobre su política exterior, analizándola en su complejidad sistémica, en un esquema asimétrico en que siendo el actor pequeño logró confrontar con éxito su regresiva posición en el contexto continental. La guerra para Chile fue mucho más que un hecho de armas, pues una de sus características “fue el predominio casi sin contrapeso del elemento civil, que mantuvo la preeminencia en la dirección general”[3]. La victoria no se alcanzó solo por las armas, sino también, por el despliegue de su política exterior y de su aparato diplomático.

El estudio articula los enfoques de la Historia de la Política Exterior y de las Relaciones Internacionales, buscando explicar y comprender[4]  una relación estructurante para Chile escasamente conocida, de ahí, que su carácter sea descriptivo-analítico. Adicionalmente, y para fines analíticos se ha recurrido sucintamente a la teoría de las transiciones del poder y de la política exterior de los Estados Pequeños, lo que nos permite comprender mejor la situación de Chile en un escenario complejo y sistémico. Desde la perspectiva de las fuentes, hemos recurrido a bibliografía especializada, a documentación del Archivo Histórico del Ministerio de Relaciones Exteriores y a las Memorias del Ministerio de Relaciones Exteriores de Chile.

El trabajo se ha organizado en cuatro partes. La primera presenta los antecedentes teóricos referidos a la transición del poder internacional y a la política exterior de los Estados Pequeños. La segunda aborda el proceso de transición de la supremacía internacional entre Gran Bretaña y Estados Unidos y su expresión en América Latina, de ahí, que se aborde el proyecto del Panamericanismo. La tercera caracteriza la compleja relación que sostuvieron Chile y Estados Unidos durante el siglo XIX, la que se profundiza durante la Guerra del Pacífico. La cuarta y última, aborda específicamente la posición de Chile ante la amenaza de la idea panamericana proyectada por Estados Unidos y los recursos utilizados para desestimarla.

  1. Antecedentes teóricos: Transición del Poder Internacional y la Política Exterior de los Estados Pequeños

Las transiciones de poder introducen en el escenario internacional una naturaleza cambiante y un alto grado de incertidumbre para todos los actores del sistema. Por su parte, estos procesos no son nuevos en la historia de la humanidad, pues como indicara Hans Morgenthau, la “política internacional, como toda política, es una lucha por el poder”[5]. De ahí, que la continua lucha entre las potencias por alcanzar una posición de primacía mundial, con una dinámica de ascensos-descensos, sea una especie de constante histórica que puede ser explicada desde diversos enfoques teóricos: fundados en el gatillante poder militar[6], en la capacidad económica[7] o en un criterio multidimensional[8]. Sin embargo, más allá del fundamento, cada nueva organización del poder mundial moviliza al resto de los Estados a luchar “para establecer o proteger resultados deseados”[9].

Estas transiciones se reconocen desde el siglo XVI, no obstante, solo la del siglo XIX tuvo la suficiente intensidad para hacer del mundo un sistema global. Con escaso reconocimiento, este siglo fue el espacio-tiempo en que se generó una transformación tal, que “el mundo se convirtió en un sistema global en el que los Estados centrales podrían proyectar rápida y decisivamente el nuevo modo de poder alrededor del mundo”[10]. Múltiples sistemas regionales convergieron en un sistema internacional para conectarse económica, cultural, política y militarmente. Para Buzan y Lawson el siglo XIX presenció una transformación global que rehízo los principios básicos de la estructura del orden internacional en virtud de la configuración de un complejo proceso de industrialización, construcción racional del Estado e ideologías del progreso (liberalismo, nacionalismo, socialismo, racismo). El mundo fue derivando a un orden centro-periferia con centro de gravedad en Occidente. La industrialización y la expansión del mercado a escala global aumentó el flujo de interacciones y acercó todas las partes del sistema; mientras que la formación racional del Estado estuvo asociada a la construcción de la nación y ésta al imperialismo, proceso movilizado por la fuerza de las ideologías que portaban el progreso y la necesidad-mandato de extenderlo a otras partes del orbe[11].

Michelle Murray, desde una sabiduría convencional, señala que las transiciones de poder son intrínsecamente desestabilizadoras para el sistema internacional, pues el crecimiento diferencial del poder entre las potencias se convierte en la causa principal de conflicto. En consecuencia, el actor en ascenso en la escala de poder busca una influencia proporcional a sus nuevas capacidades en virtud de satisfacer sus intereses, acudiendo al uso de la fuerza si fuera necesario. En contrapartida, el poder establecido observa al emergente bajo la sospecha y el temor, buscando contener su creciente poder e influencia[12], generando, por lo general, políticas exteriores agresivas, carreras armamentistas o ruinosas guerras. Empero, toda sabiduría tiene sus límites.

El tránsito de la hegemonía británica a la estadounidense desde la segunda mitad del siglo XIX no estuvo vinculado a una guerra global o a una agresiva política revisionista, quizá, porque su poder no residía fundamentalmente en la coerción, sino en el poder ‘blando’ de convicción’, de ahí, que sus condiciones económicas y tecnológicas fueran lo que le permitió alcanzar la supremacía interestatal, convirtiéndose tras la Segunda Guerra Mundial en el principal fijador de normas en la política mundial. Ahora bien, debemos considerar que el marco temporal de nuestro estudio fue un periodo de rivalidad inter-imperial, lo que no obsta a que existiera hegemonía, aun no habiendo un claro hegemón territorial[13].

Esta transición, como todas, alteró las correlaciones del poder mundial y continental, evidenciando nuevas asimetrías entre los diversos Estados de la región, abriendo y clausurando oportunidades para los aliados o detractores respectivamente. Como indica Esther Barbé, en un escenario de incertidumbre los Estados deben emprender la búsqueda de un acomodo efectivo ante los cambios de magnitud que presenta el sistema internacional[14]. De ahí, que debamos referir a esa necesidad política.

Robert Kehoane identificó cuatro tipos de Estado en el sistema internacional según la influencia que tuvieran en éste: 1) los que tienen un rol crucial en su configuración; 2) los que tienen una influencia significativa, pero no buscan hegemonía; 3) los que no tienen la capacidad de influir por sí solos, pero sí a través de alianzas o participando en organizaciones internacionales; y 4) aquellos que no poseen las capacidades mínimas para influir en el sistema internacional[15]. Ahora bien, a pesar de las distintas capacidades de poder todos buscan resguardar o satisfacer sus intereses nacionales[16], proyectando desde su lugar su respectivo poder nacional, es decir, aquella capacidad que puede utilizar para lograr alcanzarlos[17]. De ahí, la importancia del análisis de la política exterior de los Estados, los principales agentes de las relaciones internacionales aún en el siglo XXI[18].

No siendo una categoría totalmente adecuada a la realidad chilena del siglo XIX, por ser diseñada para explicar realidades de post Guerra Fría[19], la aproximación al análisis de la política exterior de los Países Pequeños (Small States) nos permite iluminar y valorar el proceso de definición de la política exterior de Chile hacia 1881-1882 ante el proyecto de integración que Estados Unidos diseñó para el continente americano, el panamericanismo.

¿Qué es un Estado Pequeño? No hay consenso, no obstante, se ha tendido a medir su tamaño acudiendo, por separado o en conjunto, a su volumen de población, superficie terrestre o producto interno bruto (PIB)[20]. No obstante, más allá de fijar precisos criterios, los Estados son pequeños en relación a uno mayor[21]. En este sentido, éstos son en su mayoría afectados por gobiernos mucho más poderosos, visibilizando sus vulnerabilidades antes que sus oportunidades, condición impuesta y predecible en la que su margen de maniobra se ve severamente restringido. Pero en el reverso, se muestran resilientes, capaces de recuperarse o adaptarse al cambio[22]. Por otra parte, se ha señalado que los Estados fuertes hacen lo que pueden y los débiles sufren lo que deben, resonando a lo largo de la historia el riesgo de que las grandes potencias se sienten invitadas a intervenir en los asuntos internos de los más débiles, en tanto, resultan realidades inestables e incluso poco cooperativas. Las vulnerabilidades son la consecuencia más elocuente de su pequeñez[23], no obstante, una y otra vez se ve surgir el ‘poder de la impotencia’, puesto al servicio de la consecución de sus objetivos estatales.

Desde otra perspectiva, estos Estados en general no gozan de independencia, siendo su acción exterior fuertemente limitada por factores sistémicos, cuyas dinámicas están en la cima de sus relaciones, explicando sus respectivas agendas políticas matizadas por sus diversos niveles de desarrollo. Pero, a pesar de ello, cuando dependen de un Estado dominante, buscan soslayar esa dependencia mediante la concertación de acuerdos multilaterales o el establecimiento de alianzas[24]. En definitiva, tienen básicamente dos caminos ante el actor hegemónico: alinearse o divergir, es decir, adherir a una política pro-centro (cumplimiento y consentimiento) o anti-centro (contra dependencia y compensación)[25].

  1. Cambios en la Cumbre: Gran Bretaña, Estados Unidos y el Panamericanismo

Durante el siglo XIX Gran Bretaña coronó la supremacía comercial y financiera que construyó desde el siglo XVII. Niall Ferguson, señala que, a pesar de ciertos asuntos censurables, Gran Bretaña contribuyó de sobremanera al bienestar global mediante la promoción del libre comercio; del movimiento de capital y del trabajo; de la inversión de inmensas sumas de dinero en una red global de comunicaciones modernas; propagando y haciendo acatar “la ley británica en vastas áreas del planeta”. En consecuencia, a pesar de involucrarse en algunas guerras pequeñas, “el imperio mantuvo una paz global que no se ha igualado desde entonces”[26].

Junto a la expansión imperial clásica -territorial, militar y burocrática-, también desplegó la estrategia de las influencias, la presión o la intimidación, subordinando económicamente vastos territorios y garantizando su preeminencia en alianzas con las élites de la periferia semi-colonial[27]. Esta fórmula le permitió consolidar un imperio informal en América Latina y enlazar su fortaleza económica con los avances político-económicos de los nuevos Estados[28]. En consecuencia, logró controlar servicios comerciales y financieros; concertar créditos para los gobiernos[29]; establecer numerosas compañías[30]; firmar acuerdos comerciales; y, por veces, acompañar en decisiones políticas a la periferia semi-colonial. Según Hobsbawm, Gran Bretaña prescindió de la ocupación directa al no tener un competidor occidental en la región[31].

Pero, hacia 1880 se visibilizó una nueva transición del poder internacional, con el declive de Gran Bretaña y el ascenso de Estados Unidos, trasformación que vino, como indicó Murray para todas las transiciones de poder, a desestabilizar el sistema internacional, alterando las correlaciones de poder político-económico, sobre todo en América Latina. Para Hobsbawm, este tránsito significó un nuevo y duradero periodo de extraordinario progreso capitalista”[32]. Desde el punto de vista internacional, este periodo describe lo que se ha denominado la “trampa de Tucídides”[33], una transición que involucró a una potencia europea y, por primera vez, a una extraeuropea. Desde el punto de vista de la dinámica, fue una transición paulatina que los sometió a momentos de convergencia y divergencia, que no requirió de guerras o políticas revisionistas, en efecto, fue una transición aceptada tácitamente.

Las razones del declive fueron múltiples. Entre ellas, el inicio precoz de su proceso de industrialización, aprovechando otros las ventajas del atraso; la rigidez institucional que no le permitió adecuar su estructura financiera; un rezago educativo, conservando una impronta preferentemente clásica antes que técnica; o el peso de su liderazgo, lo que implicó asumir costos militares y administrativos en sus colonias, sostener una política monetaria de apoyo al patrón oro para mantener la estabilidad internacional, así como, involucrarse en algunas guerras en virtud de mantener el equilibrio de poderes en Europa[34].

Por su parte, Estados Unidos tras la Guerra Civil (1861-1865) creció en distintos campos. El ferrocarril conectó el Atlántico con el Pacífico; las ciudades no pararon de crecer; la población aumentó sin cesar; iniciando un desarrollo comercial e industrial ascendente hasta 1929. La libre iniciativa, junto a una política proteccionista, al aumento productivo y expansión de sus mercados, lo promovieron al primer plano mundial[35]. Hacia 1880, Estados Unidos superó el PIB de Gran Bretaña, y en 1910 superó su PIB percápita. De igual manera, el valor absoluto de su economía se convirtió a fines del siglo XIX en el más grande y potente del mundo. Para Ramírez Necochea, entre 1890 y 1914, Inglaterra dejó de ser el taller del mundo, tras convertirse Estados Unidos en el primer productor de hierro y acero[36]. Hobsbawm, considerando las economías más importantes del orbe en participación de la producción industrial y minera, constató que Estados Unidos aportaba con el 46% del total, seguido por Alemania con el 23,5%, el Reino Unido con el 19,5% y por Francia con el 11%. La era del imperio dejó de ser mono-céntrica[37].

El ascenso fue en medio de un imperialismo capitalista exacerbado, en tanto, las grandes potencias pugnaban por el reparto del mundo[38]. Así, asistió a la Conferencia de Berlín en 1885, pues las cuestiones de “comercio y navegación que se discutían allí eran consideradas (…) como importantes para los intereses norteamericanos en el extranjero”. En 1892 obtuvo el reconocimiento de las potencias europeas, tras elevar éstas la categoría de sus representantes diplomáticos en Washington a embajadores, signo que distinguía a una nación de primera clase[39]. Estados Unidos se convirtió en una importante potencia naval, utilizando sus nuevas capacidades agresivamente para minimizar la influencia de las potencias extranjeras en América Latina, amenazando directamente intereses británicos en la región y su status como potencia regional. Así, desde 1898 a 1913, adquirió siete veces la cantidad de territorio adquirido por Alemania imperial, alterando irreversiblemente el equilibrio de poder en el escenario internacional. Para Murray, Gran Bretaña acomodó las demandas estadounidenses y cedió el control del continente a su antiguo rival[40].

Washington mostró un temprano interés por el continente, incluso antes de su emancipación e independencia[41]. Thomas Jefferson decía a Alexander Von Humboldt que “Estados Unidos tiene (…) un hemisferio propio”[42], mientras señalaba a James Madison que estaba convencido de que “nunca una Constitución había sido calculada como la nuestra para ampliar un gran imperio y el autogobierno. La confederación inicial de trece sería la cuna a partir de la cual toda América, Norte y Sur, sería poblada”[43]. Pero, fue James Monroe (1817-1825) quien en 1823 declaró que el ‘Hemisferio Occidental’ quedaba fuera del alcance de toda potencia europea, declarándose su ‘protector’[44], en tanto, la región comprendía una extensión geográfica como una comunidad de intereses, una relación especial nacida de su distancia geográfica y política con Europa[45]. Ahora bien, esto no implicó injerencia efectiva en los asuntos hemisféricos, pues aun amenazaba la posibilidad de una guerra contra británicos o franceses, lo que no sería favorable dada “las preocupaciones y conflictos de [su] política interior y por [su] limitada capacidad militar”. Para Gran Bretaña, este rápido fortalecimiento fue señal indiscutible de que “llegaría un día en que los Estados Unidos serían la potencia en la región”[46].

Empero, no se trató solo de discursos. En 1820 el secretario de estado Henry Clay solicitó al Congreso “crear un sistema en que los Estados Unidos debe ser el centro y toda Sudamérica (…) junto a nosotros”, demandando colocar a su país “a la cabeza del sistema americano”. Para el periodista John Sullivan, hacia 1845, el destino manifiesto consistía en “sobre extender el continente asignado por la providencia para el libre desarrollo de nuestros millones que anualmente se multiplican”. Thomas MacGann, señaló que durante las dos últimas décadas del siglo XIX la región concitó la atención de Estados Unidos como nunca antes, queriendo cada cámara del congreso “superar a la otra en sus esfuerzos por encontrar los métodos más efectivos de afianzamiento de sus relaciones políticas y económicas con las repúblicas latinoamericanas”[47]. Como corolario, el secretario de estado Richard Olney en 1895, mediando entre Gran Bretaña y Venezuela, proclamó que su país era “prácticamente soberano en este continente («no debido a la pura amistad o buena voluntad que despierta (...) ni simplemente debido a su elevado carácter de nación civilizada, ni por la sabiduría, justicia y equidad que caracterizan siempre las relaciones que entabla Estados Unidos (...) [sino], porque además de todos esos fundamentos, sus recursos infinitos combinados con una posición aislada lo convierten en el amo de la situación y lo hacen prácticamente invulnerable”[48]. Para Rinke, finalizando el siglo Estados Unidos “cobró fama internacional de transformarse en una potencia mundial, debido al despliegue de su poderío, tanto en el ámbito económico como político”[49].

Ahora bien, siguiendo a Ferguson, no fue sino hasta 1880 que se visibilizó ciertas “oportunidades de negocios seguros y rentables para la industria del norte en las minas de Sudamérica y los ferrocarriles de México (…) incluso en medio del océano”[50], lo que junto a las necesidades comerciales de expansión para su joven industria, motivó la necesidad de reunir concretamente a los Estados del continente bajo su liderazgo, siendo funcional a ello la idea del panamericanismo. Fue la búsqueda de una influencia proporcional a sus nuevas capacidades y expectativas de poder.

Por su parte, el panamericanismo como idea de integración careció de precisión, en tanto, para América Latina y Estados Unidos descansó sobre móviles diversos. Para la primera, se trató de un espacio para resolver problemas comunes y promover el desarrollo, incluso para moderar las políticas de la nación del norte. Para Washington, permitiría fortalecer su propia política, proyectar su expansión y consolidar su emergencia como una gran potencia[51]. Entre sus críticos, mientras unos lo consideraron una “quimera, como un sueño imposible de realizarse, para otros, se trató de un pretexto para justificar designios imperialistas”[52].

Ahora bien, más allá de toda aprehensión de la intelectualidad latinoamericana[53], el panamericanismo fue una realidad. Para James Blaine, secretario de estado hacia 1881, la política exterior de la principal potencia del continente debía impulsar tres ejes: el cultivo de las relaciones amistosas con los países americanos que le permitieran aumentar su comercio de exportación; la resolución de los conflictos para evitar guerras futuras en el hemisferio; y desplazar a Europa del comercio con América. En virtud de estas coordenadas, mandató a sus diplomáticos en la región estudiar los recursos y posibilidades de la región del sur, zona en la que debía mostrar un tono más decidido, pues “de no hacerlo, tendrá que volverse atrás y declarar que es un dominio que no le concierne, debiendo entonces cederlo a Europa”[54].

El panamericanismo, a juicio de Lisandro Cañón, “constituyó, por excelencia, la ideología imperialista de EE.UU. en las relaciones interamericanas [para] hacerse del control económico y político de América del Sur y el Caribe”[55]. Para el canadiense Stewart Stokes, Blaine disfrutaba del deporte político de ‘torcer la cola al león’, es decir, de manifestar sus aprehensiones hacia Gran Bretaña. Así, en medio de los debates legislativos “mostró claramente su ánimo en contra de Inglaterra, más que cualquier cariño hacia Latinoamérica [de ahí que] como representante de Maine, un importante estado naviero, consideraba a Inglaterra como un rival comercial, y Latinoamérica como el área donde había que retarlo”[56]. Desde su perspectiva, era el momento de luchar por la hegemonía continental, de materializar el crecimiento diferencial de su poder respecto a Gran Bretaña. Por ello atacó directamente el Tratado Clayton-Bulwer de 1850, que, si bien legalizaba su entrada en el Caribe y América Central, favorecía a Gran Bretaña por la preponderancia de su poderío naval. Así, declaró en 1881 que “no consentirá en perpetuar ningún tratado que estorbe nuestra pretensión justa y enunciada desde hace mucho a la prioridad sobre el continente americano”, no dejando de respaldarse en su poder militar, que “tal como se vio en la guerra civil reciente, no tiene límite, y en caso de conflicto en el continente americano será irresistible”[57].

En definitiva, la necesidad de ampliar sus mercados, préstamos e inversiones en América Latina; de afirmar la unidad del continente americano y de excluir a las potencias europeas, especialmente a Gran Bretaña; condujo a Blaine a convocar la Primera Conferencia de Estados Americanos en Washington para 1882. Tal como lo indica la teoría, el Estado ascendente en la escala de poder internacional buscó una influencia proporcional a sus nuevas capacidades de poder, requiriendo estar a la cabeza del ´Hemisferio Occidental’.

  1. Chile y Estados Unidos. Una presencia compleja

Gran Bretaña fue altamente influyente en la economía chilena hasta la I Guerra Mundial[58]. Por su parte, Chile recompensó la prudencia y eficiencia de su política otorgándole una influencia significativa en sus asuntos, por ejemplo, permitiéndole arbitrar sus disputas con Argentina[59]. Sin embargo, fijar la atención en la inflexión que representó la Gran Guerra, invisibiliza que Estados Unidos se convirtió en un actor relevante para la política exterior chilena bastante tiempo antes.

Estados Unidos fue una presencia compleja para Chile. Ambos en el devenir del siglo sostuvieron percepciones incompatibles de sus intereses nacionales, relación que ha sido considerada ‘una amistad esquiva’[60]. En ambos se configuró la percepción de un ‘otro’ que buscaba imponer su voluntad y predominar en el continente o en una parte. De ahí, que Robert Burr observara la política nacionalista y expansiva que Chile sostuvo desde tiempos de Diego Portales, alcanzando su apogeo en la Guerra del Pacífico y que hubiese continuado de no ser detenida por Washington[61]. En el mismo tenor, Frederick Pike refirió a la amenaza que implicó la consolidación de su carácter expansionista desde la guerra contra la Confederación Perú-boliviana[62]. Finalizando el siglo, Chile se preocupó crecientemente por el afán panamericanista de Estados Unidos, mientras para éste, Chile resultaba “contestatario y muy vinculado a los intereses alemanes y británicos [asunto que no] despertaba simpatías ni menos el apoyo de Washington”[63]. En definitiva, hasta inicios del siglo XX las controversias giraron en torno a las relaciones políticas interestatales [y a] la rivalidad de ambos por la hegemonía del Pacífico Sur[64], pero en donde la supremacía de Estados Unidos, como asimetría hacia arriba, resultaría incuestionable[65].

Sin embargo, la Guerra del Pacífico constituyó el punto más crítico en sus relaciones, alcanzando rango interamericano. Preocupó al departamento de estado en demasía el conflicto en el Pacífico y el interés británico en éste[66], aludiendo a “una guerra inglesa contra el Perú, en que Chile fue su instrumento”[67]. El conflicto activó la amenaza de la doble presencia europea en todo el continente, “tanto por su predominio del comercio (…) como por la amenaza de que volvería a intentar una intervención militar o una conquista en alguna parte del continente”[68]. Para Washington, según Stewart Stokes, Chile fue el “prisma de las relaciones anglo-norteamericanas”[69]. En consecuencia, el secretario de estado determinó intervenir en la resolución del conflicto, intentando convertirse en una especie de árbitro hemisférico, sintiéndose invitado, tal como indica la teoría sobre los Estados fuertes, a intervenir en el conflicto bélico. De ahí, que la política del presidente Garfield tuviera un doble objetivo: lograr la paz en Sudamérica y establecer relaciones comerciales rentables para EE. UU.; pero, para alcanzar el segundo, se debe lograr el primero[70].

Ante la presión, Chile pugnó por reestablecer el imperio del tratado de 1874[71] vulnerado por Bolivia; en resarcir los esfuerzos invertidos y garantizar la seguridad territorial inmediata y futura. Azuzado por la transición del poder internacional, también proyectó la clausura de sus oportunidades en virtud de la tensión con Washington. Por su parte, el escenario bélico agudizó esa presencia compleja, avizorando nuevas amenazas para Chile, el Estado pequeño y débil de la relación.

El Departamento de Estado inició cuestionando unos supuestos procedimientos extremos en la guerra, que afectaron a propiedades y comercio de neutrales. Guillermo Evarts, secretario de estado, planteó a Santiago que en el curso del conflicto Estados Unidos “había mantenido uniformemente una estricta neutralidad, no obstante, que por diversos lados se le había urgido para colocarse en una actitud diferente”. Chile, replicó que forzado a defender sus derechos había actuado contra los beligerantes “con suma lenidad, respetando hasta el exceso las propiedades mismas enemigas”, careciendo del “rigor que autoriza[ba] el estado o la necesidad bélica para poner pronto término a luchas que son siempre deplorables o ruinosas a fin de asegurar la paz bajo bases sólidas y permanentes” [72], acciones, por lo demás, autorizadas por las naciones civilizadas y a las que el mismo Estados Unidos recurrió en la guerra que sostuvo entre 1861 y 1865.

Para Chile, el interés de Washington fue exacerbado por la política sucia del Perú. En este sentido, informó que “la mayor parte de los establecimientos y propiedades de los puertos del Perú han sido traspasados tal vez subrepticiamente a manos extranjeras desde que principió la guerra para revestirlos del carácter de neutral”[73]. En el mismo tenor, fue la denuncia sobre ultrajes inferidos por Chile a la bandera norteamericana e injurias perpetradas a su agente consular en Arica y Tacna. Para Santiago, “los peruanos han sido notablemente hábiles para conseguir interesar en su favor a una gran parte de los espectadores de la lucha del Pacífico”, haciendo circular “las aberraciones más chocantes, los absurdos más notorios, las quimeras más fabulosas”. Chile alegó que las imputaciones eran inexactas e injustas, pues “si hay nación en el mundo que siente y manifieste profunda simpatía y sincera adhesión por [ese] gran pueblo, esa nación es Chile”[74].

 

En segundo lugar, Estados Unidos se opuso a la expansión territorial chilena, desplegando su diplomacia para contenerla. En 1880 Thomas Osborn, plenipotenciario norteamericano en Chile, sugirió al presidente Aníbal Pinto “la conveniencia de que las naciones beligerantes recurrieran (…) a los esfuerzos amistosos de su gobierno”[75]. Para Washington, intervenir se justificaba en la responsabilidad de la existencia de las instituciones republicanas en el ‘Hemisferio’ y en haber sido los primeros en reconocer la independencia de estas repúblicas, de ahí, que les resultara natural deplorar “profundamente la existencia del estado actual de guerra y que anhelen su terminación …[y]… se pueda alcanzar una paz honrosa y duradera”[76]. A pesar de que Pinto interpuso la distancia geográfica como dificultad para la mediación, no pudo desecharla. Fue ello el fundamento de las Conferencias de Arica[77].

Para Chile, la instancia sirvió para declarar sus objetivos: cesión definitiva de Tarapacá y Antofagasta; entrega de un puerto a Bolivia; y una justa compensación por los sacrificios de sangre y dinero. Para Perú y Bolivia, sirvió para denunciar a Chile como sostenedor del derecho de conquista y para demandar el arbitraje total de los Estados Unidos. La delegación chilena, indicó que la oportunidad precisa para ello fue previo a la guerra, tal como lo propuso a Bolivia, y no cuando ésta estaba prácticamente consumada[78]. En efecto, bajo la convicción de mantener las controversias en el eje de la bilateralidad, declaró que la paz sería negociada directamente con sus adversarios una vez que aceptaran sus condiciones, no existiendo “motivo ninguno que lo obligue a entregar a otras manos, por muy honorables que sean, la decisión de sus destinos”[79].

J. Kilpatrick, ministro norteamericano en Chile, informó a Blaine que no habría “esperanzas de paz hasta que el Perú o Chile reconozca su derrota y pida término de la guerra”[80]. En 1881 se envió la misión Trescott, que en base a instrucciones que “le inducían en un camino de superioridad y de autoridad”[81], demandó a Chile, entre otras cosas: reestablecer al depuesto presidente Calderón en Perú, so pena de romper inmediatamente relaciones, pues la deposición se consideró una especie de reto a su país; no resolver por sí solo la guerra; y no anexar Tarapacá. Chile, de haberse alineado al Estado fuerte hubiese quedado en la condición de vencido. Si Santiago insistiese en anexar Tarapacá, Washington se encontraría en libertad para solicitar el concurso de las demás repúblicas americanas a fin de evitar tal desmembramiento[82]. El gobierno de Domingo Santa María (1881-1886), por intermedio de su ministro de relaciones exteriores, José Manuel Balmaceda, fijó su posición en una célebre circular dirigida a los agentes de Chile en el extranjero. En ella, recordó que García Calderón había torcido su camino impulsado por Estados Unidos y fijó el derecho a indemnizarse con Tarapacá, en garantía de su seguridad futura y como inevitable medio de pago[83]. Con Balmaceda, Chile comenzó a divergir tenuemente con Washington, pero apegándose solo a la defensa de sus derechos.

Para Chile, el interés norteamericano en el conflicto estaba mediatizado por la propaganda de falso sentimentalismo en favor de Perú, buscando “extraviar al pueblo americano con invenciones que carecen absolutamente de fundamento”. En primer lugar, exigir Tarapacá es exigir un territorio completamente asimilado a Chile, pues cuando el Perú lo tenía, no había ahí más que un 1 ¼ % de su población, y cuando acabara la ocupación, Perú quedaría con toda la plenitud de sus riquezas en toda la inmensa extensión de su territorio. Segundo, denunciar que Chile “tiene una especie de alianza con Inglaterra para contrarrestar la influencia americana, es una invención sin prueba siquiera”, por lo contrario, “Perú ha tenido siempre más afinidades y negocios con la Inglaterra que Chile”. En tercer lugar, y a pesar de tener Chile leal y sincera amistad con el Ministro americano en Santiago, ha sido Perú el que se ha armado como ha querido en los Estados Unidos[84].

La misión Trescott fue trabada. Blaine, intentó revertir el fracaso convocando a los Estados americanos a una reunión para la promoción de la paz y el comercio, a celebrarse en Washington en noviembre de 1882. Empero, la convocatoria respondió a una necesidad estratégica, señalando la invitación que la reunión se limitaría estrictamente a un único punto capital, buscar un medio de evitar permanentemente los horrores crueles y sangrientos combates entre países a menudo de la misma sangre e idioma y la calamidad aún peor de conmociones interiores y contiendas civiles. Si bien, señaló que el objetivo sería “proveer a los intereses de todos en lo futuro [y] no la de arreglar las diferencias individuales del presente”, proyectaba que la reunión “ejercería presión sobre todos los estados hispanoamericanos actualmente involucrados en conflictos entre sí”[85]. Washington, convertiría la paz en una necesidad panamericana, compartida por todas las naciones del continente. Trescott, tras invitar a Bolivia, Chile y Perú, debía instar a Argentina y a Brasil a asistir a la conferencia. Era el llamado a los poderosos vecinos como un intento de utilizar la conferencia para presionar la aceptación de la mediación de los Estados Unidos.

Parte de la historiografía nacional afirma que la convocatoria pudo responder a cierta alarma por el eventual surgimiento de Chile como una potencia regional y que, hasta entonces, no podía controlar[86]. Desde Europa se observaba que la situación en América Latina estaba muy perturbada, pues México se preparaba para posesionarse de Guatemala y Chile imponía sus condiciones de paz a Perú, sin que Blaine lo pudiera evitar. El secretario de estado consideró un peligro para los Estados Unidos “el dejar libre carrera a esas ambiciones” y no tuvo “interés en ver desarrollarse indefinidamente la potencia de un pequeño número de estados en el hemisferio sur”[87].

Tras la muerte del presidente Garfield asumió el poder su vice-presidente Chester Arthur, quien continuó por un momento con la política de su predecesor. No obstante, terminó por destituir a Blaine, reemplazándolo por Frederick Frelinghuysen. El nuevo secretario de estado cambió las instrucciones a Trescott, indicándole que “los buenos oficios del presidente (…) se ofrecen imparcialmente, tanto a Chile como a Perú [pues] la influencia estadounidense es de carácter pacífico”[88]. La Conferencia se pospuso a instancias de una investigación por parte del Congreso, desechándose luego la medida. A juicio de Blaine, ello fue una “afrenta al sentimiento nacional de los estadounidenses”, pues no celebrar la conferencia dejaba pasar la oportunidad de colocarse “en una posición envidiable a ojos de las potencias europeas”, dejando de ganar prestigio en el concierto internacional.

Más allá de los propósitos del secretario de estado (los propios, los puestos en la invitación o aquellos que tenían como norte el progreso y desarrollo de los Estados Unidos), la moción no cayó en el olvido. Desde 1882, cada sesión del Congreso fue testigo de alguna presentación de un proyecto de ley tendiente a la integración que no permitiera descuidar la faceta económico-comercial de la idea de Blaine[89]. En definitiva, la Primera Conferencia Internacional Americana tuvo lugar en Washington entre 1889 y 1890, y la dirigió el mismo James Blaine. El Estado fuerte, finalmente lo logró.

Ahora bien, de vuelta a la invitación para noviembre de 1882, ¿era para Chile el momento más oportuno para departir amistosamente con naciones que se encontraban enfrentadas con sus ejércitos y escuadras?, ¿eran honestos los propósitos expresados en la invitación? ¿cumpliría James Blaine con la promesa de no intervenir por ningún motivo en las cuestiones pendientes entre los Estados?, ¿no sería la reunión una red tendida a las naciones que tenían pendiente solución de conflictos, fruto de una política ávida de intervención?

  1. Chile ante el Panamericanismo de los Estados Unidos

La invitación a los Estados americanos a una conferencia que abordara el conflicto del Pacífico y juzgara la política exterior chilena hacia los adversarios, fue una amenaza para Santiago. Ello, por dos razones. La primera, porque la estrategia de la multilateralización subordinada a la política continental de Estados Unidos permitiría exponerlo como sostenedor del derecho de conquista y articularía una presión internacional para condicionar sus acciones. La segunda, porque aceptar la invitación legitimaría la permanente política intervencionista estadounidense en el ‘Hemisferio Occidental’, asunto opuesto a sus intereses nacionales.

La opción multilateralizadora tuvo como antecedente la convocatoria colombiana a un Congreso Americano para diciembre de 1881, en tanto, quiso amplificar la convención de arbitramento celebrada con Chile en 1880. Por ello, solicitó a múltiples Estados de la región enviar representantes a Panamá. La idea fue promovida como útil a la paz y al progreso de la América española. Chile consideró, por su parte, que “las simpatías o antipatías de los beligerantes en el Pacífico habían despertado en las Repúblicas americanas, estaban llamadas a producirse como un elemento perturbador en el seno del Congreso, si antes no hubiere terminado nuestra formidable guerra”[90].

Al respecto, acusó la conducta de Argentina, que a causa, sin duda, de la prolongada y en ocasiones áspera discusión sobre límites, le indujeron de manera insistente a conseguir el concurso de Brasil para ofrecer a Chile una mediación conjunta “interpuesta en la undécima hora de la lucha [y] que detuviera el curso de las victorias con que Chile amenazaba coronar en esos mismos instantes el total vencimiento de sus enemigos”[91]. Por ello, no aceptaría que Argentina arbitrara en la contienda, asunto que informó a Brasil, del cual no dudaba de su actitud neutral, circunspecta y amistosa hacia los beligerantes. Por su parte, el gobierno argentino presentó a Colombia una de las declaraciones que el proyectado Congreso de Panamá debía autorizar:

“Erijidas las antiguas colonias españolas en naciones libres i soberanas, proclamaron como base de su derecho público la independencia de cada una de ellas i de la integridad del territorio que ocupaban, i este principio debe ser escrito en la primera pajina de la conferencia que se proyecta, porque tiene el asentimiento de los pueblos i es necesario desautorizar esplicitamente las tentativas de anexiones violentas o de conquistas”[92].

Chile, optó por resguardar su libertad de acción y su soberanía, encargando a su plenipotenciario en Colombia expresar su deseo de que el “Congreso no se llevase a efecto y se aplazara hasta que la paz continental pudiera constituir la primera y más sólida garantía de una inteligencia correcta sobre los acuerdos dirigidos al bienestar común de las Repúblicas Americanas”[93], estableciendo que “mirará como un acto de poca amistad (…) considerando el estado de guerra en que se encuentra”[94]. Secundando la acción, envió legaciones a Ecuador, a las Repúblicas de Centro América y México a abogar por su causa, encontrando una buena acogida. En efecto, el 3 de enero de 1882, declaró que “Todo, pues, induce a creer que el Congreso en proyecto no tendrá lugar o no producirá resultados, que es lo mismo”[95].

Pero, la invitación de Blaine volvió a encender las alarmas. Para Chile, al igual que lo manifestó a Colombia, el momento no era adecuado, pues no sería en medio de una lucha semi-continental, de intereses inconciliables y de una aguda exacerbación del sentimiento nacional, que se podría llegar a acuerdos en tranquilidad y armonía. No obstante, esta consideración, obvia y justificada, revestía mayor gravedad al ser Estados Unidos el que la promovía. El riesgo de la intervención de las grandes potencias, que resuena en la historia desde Tucídides, vino a resonar con más fuerza para Chile.

En diciembre de 1881, desde Washington se informó a Santiago que las relaciones se hacían delicadas, y aunque se pensaba que no llegaría jamás a la intervención, “su acción diplomática [iría] hasta donde se lo permitan las circunstancias en su provecho y naturalmente en nuestro daño”. ¿Qué debía hacer Chile? ¿alinearse? o ¿divergir? Por lo pronto, la estrategia fue ser muy prudente, discreto y no hacer la menor provocación que permitiera proyectar una política “agresiva o (…) una arrogancia que no conviene ni es propia de la índole de Chile”[96].

Los hombres públicos pensaron que el conflicto se dilataría buscando debilitar la posición chilena, pues creían que “los peruanos no harían la paz mientras crean contar con alianzas que los defiendan”[97], siendo ese aliado Estados Unidos. Washington, extraviado por Perú tras instalar un imaginario de miseria si se le arrebataba un pedazo de desierto o de desigualdad armada, activó una política injusta, agresiva, odiosa y preñada de peligros para Santiago. Los defensores de Perú promovieron que una política de intervención en las “contiendas particulares de los Estados entre sí y en especial la de Chile con el Perú, produciría la amistad de todos esos países hacia los EEUU”. Por su parte, para Santiago, ella “no acarrearía a este país más que el odio de algunos pueblos americanos y la ingratitud de otros”. En efecto, tan pronto se habló a fines de 1881 de la intervención de Estados Unidos en los asuntos internos de la América española, “se levantó un grito unísono de reprobación en todo el continente, desde Panamá hasta el Estrecho de Magallanes, y los pueblos que habían sido más hostiles a Chile durante la lucha, como los de la República Argentina y República Oriental, declararon en términos enérgicos que era preciso unirse en masa a nosotros para rechazar semejante política”. La política intervencionista enajenó “en dos meses a los EEUU un cincuenta por ciento de las calurosas simpatías que antes merecía a los pueblos del sur”, reacción que sería más poderosa “cuanto más violenta la acción que se emplee para arrancar los sentimientos de Sud-América de su cauce normal”[98]. Llegó el momento de cambiar el tono.

4.1        Un giro interesante: el cambio de tono de la política exterior chilena

Chile recordó que por más consideración prestada a Washington al aceptar sus buenos oficios y haber dado muestras de admiración en tiempos que se le imputaban ultrajes, Estados Unidos fue siempre parcial a Perú. Por otra parte, la invocación a las intervenciones morales realizadas por la Casa Blanca en defensa de las instituciones republicanas, carecían de asidero en la realidad. Rememorando la formación de la Cuádruple Alianza contra España en 1865, Mr. Seward, secretario de estado, “creyó que las tradiciones de los EEUU no le aconsejaban mezclarse en ese conflicto”[99], actitud que replicó en las otras guerras intestinas que experimentó la América española. En definitiva, la doctrina de la intervención no era tal, pero fue necesario levantarla para justificarla en la Guerra del Pacífico y salvar la integridad territorial del Perú.

Si la intervención americana respondió a la necesidad de contrarrestar la influencia inglesa en el Pacífico, Chile defendió que la influencia comercial y política no se adquiere por la fuerza. Que Inglaterra hiciera más negocios que Estados Unidos con Chile respondió a muchas circunstancias, completamente independientes de la voluntad y las simpatías de Chile. Para Santiago, la vinculación económica fue un fenómeno que nace “de aquellas leyes inmutables que rigen el movimiento del comercio humano”, y que no se combaten “chocando y violentando los sentimientos de los pueblos sur-americanos”[100]. No obstante, sabiendo que la transición de poder le privaba de oportunidades, debió adecuarse al nuevo escenario evitando agravar sus vulnerabilidades. En ese sentido, se mostró abierto a entablar esa relación económica con Washington. Balmaceda, manifestó que Chile “es el país que por su estabilidad, su comercio, su industria, su independencia y las virtudes varoniles de su raza, está llamado más que otra República cualquiera de Sud-América, a cultivar y estrechar relaciones de todo género con los Estados Unidos, que sin duda serán fecundas para muestra de su férrea amistad y progreso”[101].

Por su parte, los apologistas de la intervención norteamericana, deslizaron incluso la posibilidad de una guerra. Chile, en tanto, lo negó, pues “los EEUU son una inmensa nación y Chile muy pequeño”. En Santiago, “jamás se ha creído en la posibilidad de esa guerra, no bajo el punto de vista de su debilidad relativa, sino porque ha tenido y sigue teniendo fe ciega en la lealtad, elevación de sentimientos, espíritu de justicia y amistad de EEUU”. Sin embargo, en un giro interesante, luego de comprometerse a la sombra de esa amistad a no cometer el mínimo acto beligerante, señaló el representante de Chile al secretario de estado que, “pueblos ha habido que, siendo tan o más débiles que Chile, han dado notables ejemplos de entrega y de dignidad, proponiendo el suplicio a la humanidad. Mi país no es el que menos se ha distinguido en su corta historia por su virilidad y grandeza de alma. Sin ir más lejos, la misma guerra actual [la Guerra del Pacífico] lo está probando”[102].

Chile optó por divergir con la Casa Blanca, pero procurando “adoptar una línea de conducta que le pusiese a salvo para lo futuro, sin chocar con los Estados Unidos”[103]. Expresión de ello fue la gestión ante la misión Trescott, considerada a priori como una estrategia diplomática que sin ser intervención llegaría a producir resultados parecidos a ella. En ésta, Chile logró desvirtuar una eventual intervención armada, valorando la neutralidad de los Estados Unidos y demandándole practicar su tradicional política exterior. Es más, le instó a “observar una conducta que estrechase nuestras relaciones de amistad, que conjure los errores cometidos por sus diplomáticos (…) que le permitiera restablecer su influencia moral (…) que le condujera a ser sutil sin ser agresivo, y a ser justo e imparcial aceptando los hechos consumados como necesidad inevitable de guerra”[104].

Pero, tras conocer que el gabinete de Washington solicitó a su Congreso Nacional que se pronunciase sobre la conveniencia de insistir o abandonar el proyecto del Congreso Americano, Santiago tuvo que reaccionar para evitar la mayor amenaza a su política exterior. Decidió por oponerse, por definir el tono, por adoptar una política anti-centro, por combatir la idea y el proyecto panamericano de los Estados Unidos.

Luis Aldunate Carrera, ministro de relaciones exteriores y colonización, ordenó a los responsables de las legaciones de Chile en América iniciar “la cruzada más eficaz, persistente y más discretamente seguida para desautorizar y desprestigiar la idea de la reunión del Congreso de Washington, presentándola como condenada de antemano”[105]. De esta manera, emitió una desconocida circular, condensando una especie de doctrina sobre el panamericanismo estadounidense, que de alguna forma pulsaría en el futuro sus relaciones con Estados Unidos. Era esto una posición que vino a resignificar el pasado, el presente y el liderazgo de los Estados Unidos en el ‘Hemisferio Occidental’, una visión dirigida a convencer al resto de los países de América Latina, una herramienta al servicio de la política externa de un Estado pequeño, compelido por el ‘poder de la impotencia’ hacia la política externa de Washington.

Por encontrarse aún en guerra, por los propósitos intervencionistas de Washington, y por su parcialidad a favor del Perú, el proyectado Congreso fue valorado como una real amenaza a sus intereses y que había que derribar. No hacerlo, hipotecaría los réditos de la victoria. En este sentido, el canciller, catalizando el pensamiento de su época y de la élite dirigente, fijó una mirada que, llegado el momento, habría que difundir.

  1. La ‘dificultad moral’ de los sistemas convencionales para evitar la guerra

Para la política exterior de Chile establecer sistemas convencionales con el objetivo de prevenir las calamidades generadas por la guerra resultaba una idea capital, “una generosa y antigua aspiración que ningún pueblo culto y civilizado deja[ría] de acoger con entusiasta deferencia”[106]. En efecto, a su juicio, a esa aspiración adscribía la invitación al Congreso de Washington, en tanto, uno de sus objetivos fue establecer el arbitramento como mecanismo para la resolución pacífica de los asuntos contenciosos entre los Estados. En consecuencia, ¿quién podría negarse a acogerlo?

No obstante, para Chile el escenario internacional no se encontraba preparado para este tipo de convenciones, pues reparó en que estas instancias no son efectivas por sí mismas, en tanto, su efectividad fundamentalmente dependía de que los Estados signatarios las honren con una elevada moralidad, es decir, con acciones fundadas sobre ciertos valores y normas éticas[107], atributos no comunes entre los Estados. Por su parte, Luis Aldunate señaló que Chile, en su corta vida republicana, ha provisto suficientes pruebas de su ardiente adhesión al ideal político que el proyectado Congreso pretendía enarbolar, siendo ésta una norma invariable en su acción exterior, pues “ha incorporado en la gran generalidad de sus pactos internacionales el principio salvador de arbitramiento como medio de alcanzar la solución de cualquiera dificultad en que pudiera verse envuelto con naciones amigas”. No obstante, no ha observado reciprocidad alguna en las contrapartes, asunto que recrudeció en la hora más compleja de su vida internacional. De ahí, que señalara que por “desgracia, palpamos hoy de manera más ruda y más práctica, el desencanto de nuestras generosas aspiraciones”[108].

En este tenor, recordó que previo a desatarse la guerra, Bolivia fue insistentemente impelida “al respetuoso cumplimiento de esta cláusula de un pacto solemne que habría debido evitarnos las calamidades de la guerra en que nos vimos compelidos a entrar”[109]. Por lo anterior, la causa de la guerra no fue Chile, y no correspondía buscarla en un aparente anhelo expansionista de su política exterior, sino, en la vulneración, en la ausencia de moralidad, en la escasa honra que un Estado como Bolivia prestó a sus compromisos internacionales. Chile, no ha sido la causa de la guerra. Por el contrario, Chile ha sido burlado.

En consecuencia, espera que se comprenda la razón por la cual no tiene disposición alguna “a prestar una fe sin cautela y sin reservas a la eficacia de este género de convenciones que por su propia índole y naturaleza no tienen otra garantía de cumplimiento que una alta y severa concepción de moralidad entre sus signatarios”[110], virtudes que no han madurado lo suficiente en el continente americano. Para Santiago, nada se puede esperar de estas instancias multilaterales, pues la moral internacional latinoamericana no ha dado las suficientes pruebas para dar certezas, y menos para ser fuente de eficacia. La idea capital se mantenía en la más pura abstracción.

4.3        Sistemas convencionales: la condena del pasado y de la asimetría de poder

Por otra parte, la eficacia de los pactos internacionales no puede ser garantida por el hecho de provenir de una convención, por más que los diversos Estados de un mismo continente anhelen dar a sus acuerdos comunes un carácter amplio, comprehensivo y vinculante.

Hacer convenir a los Estados en diversos sistemas internacionales en obsequio a la pacificación universal no era una idea que irrumpiera en esa precisa época en el escenario internacional. En efecto, dicho anhelo se podría perseguir hasta Jeremy Bentham o Inmanuel Kant. En consecuencia, la idea del Congreso de Washington fue tan solo una nueva pulsión en el tiempo histórico. Incluso, la América española había tenido sus propios proyectos, pero ninguno de ellos podría “hacernos concebir muy fundadas expectativas en el éxito de la idea”[111]. De ahí, que le resultara importante inventariar cada una de las experiencias latinoamericanas, en virtud de desacreditar o desalentar aquella poderosa expectativa que intentó fijar Estados Unidos.

El Congreso de Panamá de 1826, convocado por Simón Bolívar, no obtuvo ningún resultado práctico, ratificando los acuerdos obtenidos solo la República de Colombia. México, tuvo dos intentos fallidos de convocatoria en 1831 y 1840. Luego, el Congreso de Lima de 1847 solo obtuvo por resultado una convención postal, a la que solo Nueva Granada prestó su aprobación. Nuevamente en Lima, ahora en 1864, se celebró otro Congreso, y a pesar de que convocó a la mayoría de los Estados del ‘Hemisferio Occidental’, a excepción de México, Uruguay y Paraguay, “no dio otro fruto (…) que la proclamación platónica de la solidaridad de los intereses americanos”[112].

Refiriéndose a las proclamaciones platónicas, pletóricas en buenas intenciones, señaló que éstas no abandonarían el mundo ideal de no dar garantías de que en el proyectado Congreso de Washington estuviesen representados todos los Estados de Norte, Centro y Sud-América. Al parecer, su concurso sería la única garantía que podría hacer de un acuerdo internacional un acuerdo incorporado al derecho público positivo americano. Ahora bien, desde la perspectiva de Santiago, buscar o esforzarse para conseguir ese acuerdo denso o conseguir la mancomunidad de las voluntades estatales sería inútil en el complejo momento que Chile sostenía con sus adversarios, pues las voluntades estaban fracturadas.

Estados Unidos, por su parte, sabía de aquello. De ahí, que refiriera a su experiencia como fuente desacreditadora del proyecto de Congreso, así como, de su liderazgo. Recordó el ministro el dictamen que el mismo Congreso de los Estados Unidos acogió por unanimidad en 1838, desestimando la resolución que promovió la Sociedad de Paz de Nueva York. Dicha Sociedad había instado al Congreso de Representantes a que provocase a todos los países cultos del mundo para establecer un alto Tribunal de arbitramiento, provisto de un código de reglas obligatorias, ante el cual habrían de someterse todas las dificultades internacionales, sin limitación alguna. Después de evaluar los informes, la Cámara rechazó la petición, fundando su decisión en que “sin el acuerdo unánime de las naciones nada podría hacerse de serio y de compulsivo en esta materia, bastando que un solo país declinase su aceptación para que la empresa se frustrara por completo”[113]. Desde ahí, que cualquier tipo de convenciones internacionales tuviese una alta probabilidad de fracaso.

Ahora bien, ¿qué probabilidades de éxito ofrecía el Congreso de Washington? Si Estados Unidos no consideraba usar la fuerza que le autorizaba la supremacía que ostentaba para obligar a los débiles, debemos concluir que el Congreso de Washington estaba destinado al fracaso. En primer lugar, porque no podría “verosímilmente reunirse en las condiciones que la Cámara de Representantes de los Estados Unidos reputaba indispensables para adoptar acuerdos internacionales”[114], cuestión evidente, en tanto, el continente experimentaba un escenario de guerra y, en tanto, que ninguno de los Congresos de la América española había logrado convocar a todos los Estados del continente[115]. Recordaba que el último intento por convocar un segundo Congreso en Panamá, no tuvo la posibilidad siquiera de instalarse, concurriendo solo representantes de Costa Rica, El Salvador, Guatemala y el Colombia. Nada podría hacer pensar que Chile tenía motivos para suponer que el Congreso de Washington tendría mejor suerte.

Por otra parte, de haberse acogido la moción de la Sociedad de Paz de Nueva York, los fallos de un tribunal arbitral hubiesen sido ilusorios sin el sometimiento de todos los Estados. Entonces, ¿cómo otorgarles efectividad material? Para Chile, solo un Estado poderoso podría dar efectividad a los fallos que debiesen cumplir los Estados débiles, lo que resultaba factible. Pero, ¿el Estado fuerte se sometería a los fallos del tribunal? En efecto, resaltó que sería muy difícil concebir “que una nación poderosa y soberana se allane a someter los principios vitales de su política a ningún Tribunal de Arbitramento”[116], expresión propia de una relación asimétrica, donde solo los Estados débiles quedarían obligados a la justicia internacional.

Para Aldunate, esta era la posición de los Estados Unidos, el más poderoso del ‘Hemisferio Occidental’. Un sistema arbitral convencional tendría fallos vinculantes solo para los Estados pequeños y fallos facultativos para los dominantes. Sin explicitarlo, los representantes de Chile en América debieron difundir que un Estado poderoso, como los Estados Unidos, nunca someterían sus intereses a eventuales fallos que los perjudicaran, sus intereses siempre prevalecerían sobre las decisiones colectivas, vulnerando bienes como la certeza jurídica, la igualdad y la justicia internacional.

  1. El horizonte no está despejado’. Las conjuras contra Chile

Tras el fracaso de la intervención norteamericana en la resolución del conflicto del Pacífico, Blaine apostó a una medida de presión colectiva. Para La Moneda, el proyecto de Congreso tuvo el carácter de una conjuración de todos los intereses, celos, rivalidades y antagonismos que se han despertado en contra de Chile, exceptuando solamente a Ecuador y a Brasil, que en lo general mantuvieron una estricta neutralidad en el conflicto. Pero, “todos los demás países americanos se han manifestado más o menos hostiles a la solución lógica e inevitable que los triunfos de Chile le dan el pleno derecho de alcanzar como desenlace en la guerra”[117]. Luis Aldunate colocó en la palestra las múltiples muestras de parcialidad en favor de los adversarios expresadas por Argentina, Uruguay, Venezuela, Colombia, Costa Rica y los Estados Unidos.

Desde la perspectiva de la cancillería chilena dos fueron los caminos para oponerse a los legítimos derechos que la victoria le autorizaba. Primero, disimular la sublevación de los celos por el engrandecimiento de Chile. Segundo, movilizar un “poder refutador [para] modelar a su antojo el fruto de nuestros esfuerzos, de nuestros sacrificios y de nuestro éxito”. En esta línea se movió la Argentina, que persistió, invitando a Brasil, en ofrecer su mediación a los beligerantes del Pacífico; permitiendo, sin el mero disimulo, el tráfico de armas por su territorio hacia Bolivia; y respaldando la opinión hostil hacia Chile por una parte de su prensa, asunto replicado en Uruguay, Venezuela y Colombia. En el mismo tenor, se comprendió su aceptación a la invitación del gobierno colombiano a tomar parte en el Congreso de Panamá y el requerimiento de establecer el principio del arbitraje como medio para dirimir todas las contiendas entre los Estados de América. Decía Irigoyen que era “necesario desautorizar explícitamente las tentativas de anexiones violentas o de conquistas, que levantarían obstáculos permanentes para la estabilidad futura”. Para Chile, fue ello la explotación de una política de afectado sentimentalismo que Argentina estuvo dispuesta a inscribir en la primera página de cualquier conferencia internacional, las “declaraciones sobre el arbitraje como un legado de la emancipación, sobre el respeto a la integridad territorial, sobre la soberanía conseguida de sus pueblos, fueron un verdadero lujo “de una estrategia política nacida ex post facto para frustrar el derecho de nuestras victorias y las seguridades de nuestro porvenir”[118].

Exponerse a resoluciones del conflicto con Perú y Bolivia en el Congreso de Washington, sería exponerse a un forzoso estallido de recelos y parcialidades. Para el ministro, “Chile no podría, no debería jamás exponerse”. Empero, el escenario se hizo más complejo cuando observó las tentativas “de presión desembozadamente manifestadas en la última época por la política absorbente e invasora de Mr. Blaine y su círculo”[119]. Con ello, atrás quedó el tono cuidadoso, el discurso de admiración y agradecimiento de buen componedor que la política externa de Chile tuvo para todo el accionar Washington.

En efecto, si la política norteamericana siguiera las mismas tendencias que evidenció la política del presidente Garfield, Chile expresó un temor justificado de convertirse en víctima por el gobierno de los Estados Unidos. La historia reciente del conflicto del Pacífico y el interés de la diplomacia norteamericana en su resolución será un espécimen digno de estudio, siempre guardado por los anales diplomáticos. Para la política exterior de Chile no hubo certezas que “las maquinaciones de absorción, de preponderancia o dominación mercantil y política que preparara Mr. Blaine sobre la América española”[120] hayan cesado. Para Chile, “el horizonte está[ba] aún muy lejos de encontrarse despejado”. Por ello, a pesar del proyecto presentado al ‘Hemisferio Occidental’ a nombre de un alto y común interés continental, para los hombres públicos de Chile no resultaba “cuerdo ni discreto fiar a la acción o al influjo de la Cancillería norteamericana (…) la solución siquiera indirecta del vasto y gravísimo problema de la paz entre Chile y sus enemigos”. Ese problema está reservado exclusivamente a Chile y no permitirá “cualquiera otra intervención de carácter general en los negocios internos de las Repúblicas suramericanas”[121]. En definitiva, de forma explícita la política norteamericana había cobrado el tenor que siempre tuvo, un desembozado intervencionismo amparado en su supremacía continental.

4.5        Cuestionando el liderazgo. Los Estados Unidos ‘no son de fiar’

La incertidumbre de una futura tranquilidad no solo provino de la política exterior agresiva que condujo Blaine en la Guerra del Pacífico, cuestión que pudo fácilmente responder a un momento de las relaciones chileno-estadounidenses, sino que, para Santiago existían elementos que estructuralmente convertían a Estados Unidos en un actor no confiable cuando se trataba de resguardar sus intereses estatales.

Un primer factor residió en la desatada acumulación de poder material, pues Estados Unidos claramente era un Estado en ascenso en la escala de poder internacional, un escenario “en que los intereses materiales cobran cada día más pujante imperio, un país que ve desarrollarse y acrecentarse por instantes su poder y su riqueza, sin que exista a su alrededor corriente alguna de fuerzas de ponderación”[122]. Washington se ha hecho adicto al poder, carente de factores de moderación o control y, en consecuencia, solo puede focalizarse en el resguardo de sus intereses nacionales, sin miramiento alguno por los intereses hemisféricos. Desde esta perspectiva, tanto sus declaraciones como su liderazgo continental carecían de verosimilitud.

Un segundo factor, vinculado al anterior, fue la necesidad que despertó la política de la robustez. Para Chile, los Estados Unidos eran un país que la sola diferencia entre sus entradas y sus gastos públicos le permitían ahorrar 100.000.000 de pesos anuales, mientras Chile experimentaba un déficit fiscal cercano a un 5% de su PIB[123]; con una industria en crecimiento que en directa proporción demandaba nuevos mercados; con un régimen de monopolio y proteccionismo que “multiplica en proporciones fabulosas la potencia industrial”; con una increíble fuerza de atracción a la inmigración, “recibiendo cien mil emigrantes mensuales que junto con pisar sus territorios se asimilan a sus intereses y se encarnan en su raza”, todas variables de poder que lo empujaban inexorablemente a la “irresistible tendencia de expansión y de ensanchamiento”[124].

Un tercer factor a observar, fue la naturaleza de este tipo de Estados que se encuentran en la cima del poder internacional, para los que los incentivos y las amenazas de cambio son escasamente relevantes, no obstante, en la parte baja de la estructura de poder internacional, donde se encuentran los Estados débiles, la situación resulta inversa, pues “su destino suele estar disociado de las voluntades internas y de sus políticas internacionales, y suelen estar atados a las eventualidades externas”[125]. Estados Unidos, por su naturaleza “había de constituir (…) un peligro serio para vecinos débiles y relativamente inermes”[126].

Lo anterior, no solo lo explicaba su fisiología, sino también, su propio carácter nacional. En este tenor, fue necesario exponer la guerra que Washington siguió contra México y la presencia de una serie de síntomas que inducían a “creer que los Estados Unidos preparan la absorción más o menos próxima de Centro América y un tanto más remotamente la de México”. En efecto, refirió a un agente diplomático centro-americano en Washington, quien sostuvo entrevistas con el ex – presidente Garfield “encaminadas a tratar la anexión próxima de una de las más importantes repúblicas de Centro América a la Unión Federal del Norte”. En el mismo sentido, se interpretaron las décadas de esfuerzos realizados por Washington para adquirir el monopolio del Istmo de Panamá, asunto que importaría el semi-dominio de esta vía interoceánica. Lo mismo, le permitió deducir las “prematuras y violentas gestiones de Mr. Hulburt en Lima, para adquirir el puerto de Chimbote con el pretexto de establecer allí una estación naval”. En cuanto a México, la política chilena acusó a Washington de estar haciendo la conquista industrial “por medio de las gigantescas empresas de ferrocarriles, telégrafos y canales que llevan a cabo el capital americano en estos momentos”[127]. Era la búsqueda de la supremacía mediante su poder blando.

En definitiva, por todos estos motivos, que permitían mirar con recelos la actitud de los países americanos y, sobre todo, la política exterior de los Estados Unidos hacia Chile, había que desprestigiar y desautorizar la política panamericana de Washington.

Conclusión

Si bien, el estudio de la política exterior de los Estados en relación al lugar que ocupan en la estructura de poder internacional no es un objeto de estudio nuevo, prestar atención a las desestabilizaciones e incertidumbres que imprimen las transiciones del poder internacional a los Estados que no tienen una influencia considerable en la configuración del sistema internacional y observar como éstas abren y cierran oportunidades, permite explicar y comprender desde un enfoque complejo y sistémico el cambio de la política exterior de los Estados en busca de los acomodos que les permiten seguir resguardando sus intereses. En el mismo sentido, acudir a la teoría de la política exterior de los Estados Pequeños permite problematizar las relaciones asimétricas, pues éstas no siempre determinan una total subordinación a los intereses que dicta la potencia hegemónica. En efecto, éstos no siempre son débiles.

En este marco, se comprende la situación de Chile durante la Guerra del Pacífico, un conflicto de relevancia estructural en múltiples dimensiones, en el que no solo enfrentó a los adversarios directos, sino también a Estados Unidos, la potencia continental. Justamente, como telón de fondo se producía una transición del poder internacional, ascendiendo este último y declinando Gran Bretaña, el aliado tácito e histórico de Chile. Toda América Latina experimentó esa transición pacífica e imperceptible, reconociendo los mismos británicos, ante la expansión económico-política estadounidense, que llegaría el día en que serían la potencia en la región. Estados Unidos, por su parte, considerando al continente como su natural zona de influencia, consciente de sus intereses y de su rol hemisférico, fue expandiendo incesantemente su poder, utilizando una combinación de poder blando y duro, la diplomacia del dólar y de las cañoneras. Adicionalmente, y en virtud de su crecimiento económico, de su poder para negociar tratados comerciales y de la fuerza para proteger sus intereses, requirió construir una alianza hemisférica para adquirir mayor tutela política. En definitiva, se consolidó en la posición más alta de la jerarquía del poder continental, obligando al resto a replegarse en sus ambiciones y a rediseñar sus respectivas políticas exteriores.

Para Chile, este constreñimiento devino en un asunto crítico, en tanto, durante el siglo XIX ambos actores forjaron percepciones incompatibles, reconociéndose mutuamente en sus pretensiones por ejercer predominio sobre el continente o parte de éste. En este proceso, la Guerra del Pacífico vino a agudizar la tensión. Estados Unidos, la potencia emergente, con claros intereses político-económicos sobre la región, con vocación de líder hemisférico y desde una evidente postura pro-peruana, decidió intervenir en el conflicto como una especie de árbitro, modelando las consecuencias para Chile. A pesar de que la historiografía norteamericana ha delineado la tesis de dos Estados en conflicto, fue Chile el que no pudo desestimar el pulso intervencionista de Washington, dada su posición en la estructura de poder internacional, posición que Santiago reconoció en diversos momentos. El Departamento de Estado buscó evitar que Chile resolviera el conflicto considerando compensaciones territoriales en perjuicio de Perú. Así, su política externa intentó conducir a soluciones que ampararan sus intereses, intentos que la diplomacia chilena logró bloquear eficazmente.

Ahora bien, la relación se volvió más tensa cuando el Departamento de Estado convocó a los Estados del ‘Hemisferio Occidental’ a reunirse en una Conferencia Americana con los objetivos de abordar y establecer mecanismos que resolvieran y previnieran futuros conflictos bélicos en el continente. Concretizar aquello pavimentaría el camino para la expansión político-económica y para alcanzar la supremacía continental, anhelo que tempranamente manifestó. Sin embargo, la instancia implicaba para Chile multilateralizar el conflicto con Perú y Bolivia, en tanto, deseaba resolver por sí mismo las consecuencias de éste, no pudiendo dejar en manos ajenas su resolución, por más honorables que fueran éstas. En efecto, el intento multilateralizador fue evaluado por Santiago como una verdadera amenaza a sus intereses, abriendo un espacio para los que conjuran contra Chile y que desearían frustrar la condiciones que deseaba imponer para concluir la guerra. Estados Unidos buscó constreñir la política externa de Chile. Para sus hombres públicos, fue el despliegue de una política poco honesta y de intención hegemónica por parte de Washington, no siendo el momento más apropiado para ser arrastrado al escrutinio decisor de un sistema convencional.

Chile, el Estado débil de la relación, no dejó de ser activo ante un poder que le resultó irresistible, de ahí, que tuviera que aceptar sus múltiples intentos de intervención. Pero, su despliegue político fue en un primer momento muy pertinente a su posición, pues Chile reconoció constantemente su pequeñez ante Estados Unidos. Cada explicación dada a este último se fundó en la justicia de su causa y en el endoso de responsabilidades a una política sucia o de falso sentimentalismo promovida por Perú en contra de Chile. Santiago buscó mantener un tono que lo distanciara de una política agresiva, incluso, consciente de la transición del poder internacional y de su compleja posición, buscó conseguir o aparentar conseguir una mayor cercanía político-económica con Washington, expresándole respeto, simpatía y adhesión. Es más, llegó a plantear que, dada su estabilidad política y económica, Chile estaba llamando más que cualquier otro Estado a estrechar relaciones de todo género con Estados Unidos. Pero, tras la invitación al Congreso de 1882, la estrategia se diversificó. Junto a los sentimientos de amistad, desde la política de la impotencia se abrió a la posibilidad del enfrentamiento armado, pues no dejó de manifestarle que pueblos tan o más débiles que Chile propusieron el suplicio a la humanidad, virilidad y grandeza de alma que no le faltaba, asunto que la misma guerra estaba probando.

Sin duda, ese no era el camino. La idea de la invitación persistió, el panamericanismo acechó y la política de Chile ordenó a sus representantes por el mundo iniciar una cruzada persistente y discreta a la vez, con el explícito objetivo de condenar al fracaso el proyecto de Conferencia que Estados Unidos pugnó por establecer. Para ello, debió abandonar el buen tono o el tono ambivalente que le permitió divergir subrepticiamente, pasando a la divergencia abierta. Para ello, buscó desprestigiar directamente la idea panamericana que sustentaba el Congreso Americano, así también, debió colocar en entredicho el liderazgo hemisférico de los Estados Unidos.

Para esta empresa, Chile levantó cuatro flancos. En primer lugar, si bien reconoció que el establecimiento de sistemas convencionales que buscaran evitar los desastres de la guerra, instalando el mecanismo del arbitraje para la resolución de controversias, respondía a una aspiración de los pueblos más civilizados del mundo, cuestionó su eficacia. En efecto, fundó la eficacia de los sistemas convencionales en el actuar de los Estados que lo componen, pues un accionar apegado a la moralidad internacional que fuera capaz de honrar o dar certeza jurídica a lo convenido, sería la única fuente de eficacia. No obstante, la moralidad internacional en América Latina era frágil o débil, cuando no inexistente. Entonces, ¿cómo confiar en este género de convenciones? Sin un comportamiento moral no existen garantías de justicia.

Ahora bien, aun si existiera esa moralidad, subsistía otro problema, garantizar la reunión de todos los convocados a la instancia, es decir, lograr la reunión de voluntades para converger alrededor de objetivos importantes para todos. Empero, ningún proyecto de reunión que tuvo la América española lo logró, posibilidad aún más remota para el Congreso Americano considerando el escenario bélico del cono sur. En efecto, los únicos resultados obtenidos por estos intentos fue una serie de proclamas platónicas. Para fortalecer su argumento, el canciller chileno le endosó a Estados Unidos la autoría de la unanimidad decisional, al referir al dictamen entregado por su Congreso respecto a establecer un tribunal de arbitramiento internacional, cuyas reglas y fallos fuesen vinculantes para todos. Ese dictamen determinó que la única garantía para ello sería el acuerdo unánime de todos los convocados, bastando la disensión de uno solo para frustrar la acción del tribunal. Junto a ello, pero aún más relevante, fue la claridad que se tuvo sobre el funcionamiento de la estructura del poder internacional, asumiendo que los únicos que podrían ser obligados a acatar las normas y fallos de un tribunal de esa naturaleza, serían los Estados débiles, en tanto, los fuertes no tendrían constricción alguna para someterse. Para ellos, sería un asunto facultativo. Permitir la instalación del Congreso Americano, sería legitimar la asimetría de poder, teniendo todos los Estados de América respecto a Estados Unidos una relación asimétrica hacia arriba, con responsabilidades desiguales para desiguales.

El Congreso Americano, por otra parte, permitiría que Estados Unidos liderara una verdadera conjura contra los intereses de Chile, pues de realizarse, daría tribuna a todos los que se manifestaron en contra de una aparente política de conquista sobre Perú y Bolivia. En ello, el más vehemente fue Argentina, tanto, que en reiteradas ocasiones intentó intervenir directa e indirectamente en el conflicto para moderar o atajar las intenciones de Chile. Desde esta perspectiva, Santiago no podría permitirse una exposición como la que pretendía el Congreso. En efecto, la animadversión se respiraba en el ambiente, asunto que se juzgó más crítico cuando se observó de parte de Washington una clara política invasora y absorbente. Para el canciller, el contexto era borrascoso, la política estadounidense actuaba de mala fe, siendo la invitación al Congreso Americano un mecanismo que le permitiría alcanzar sobre la América española la supremacía mercantil y política.

El último flanco fue el liderazgo hemisférico de Estados Unidos. El Estado que ascendió en la escala de poder internacional, por su propia naturaleza estaba impedido de sostener un actuar en el marco de la moralidad, de sostener relaciones fundadas en normas éticas con el resto del ‘Hemisferio Occidental’ y, de ahí, de liderar a éste en virtud del panamericanismo. Estados Unidos era poderoso y estaba lejos de lograr una identidad con los intereses hemisféricos, pues en esta carrera por el poder estaba demasiado concentrado en acumular poder material. La asimetría de poder con los otros Estados, ni siquiera permitió contar con fuerzas moderadoras del poder estadounidense. Para Chile, Estados Unidos era un adicto al poder y esa posición lo impulsaba a robustecerse progresivamente, buscando más ingresos, crecimiento industrial y nuevos mercados. En consecuencia, se encontraba atrapado por una irresistible tendencia a la expansión y ensanchamiento.

Estados Unidos estaba en la cima del poder internacional, absolutamente disociado de los intereses hemisféricos, protagonista de una serie de aparentes declaraciones que guardaban cierta identidad con los intereses del resto de los Estados, pero, en realidad solo buscaba conseguir los suyos. Estados Unidos, el panamericanismo y el Congreso Americano, constituyeron un serio peligro para todos los vecinos, para los más débiles e inermes, que era todo el resto del ‘Hemisferio Occidental’. El Congreso finalmente no se realizó, probablemente por múltiples razones que este estudio no aborda, pero sin duda, la política exterior activa de Chile fue una de las más importantes variables en su fracaso.

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[2] Ileana Mariela Sansoni, “La Guerra del Pacífico en la Historiografía Latinoamericana del siglo XIX y principios del siglo XX”, Revista de la Red de Intercátedras de Historia de América Latina Contemporánea, Universidad de Córdoba (1997), 15-27.

[3] Gonzalo Bulnes Pinto, Resumen de la Guerra del Pacífico (Chile: Editorial Andrés Bello, 2000),14.

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[5] Hans Morgenthau, La Lucha por el Poder y la Paz (Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1963), 95.

[6] La competencia política deviene necesariamente de una guerra global, así, en el marco de los ciclos largos de George Modelski, podemos considerar cinco guerras de este tipo que marcaron los cambios de ciclo hegemónico: Portugal en el siglo XVI; Países Bajos en el XVII; Reino Unido en el XVIII y en el XIX; y Estados Unidos en el XX. George Modelski, Long Cycles in World Politics (Londres: Macmillan, 1987). George Modelski & William R. Thompson, Leading Sectors and World Powers: The Coevolution of Global Economics and Politics (University of South Carolina Press: Columbia, 1996).

[7] Este corresponde básicamente al modelo de los ciclos de hegemonía y rivalidad asociado al análisis de sistemas-mundo. Según éste solo hay tres ciclos hegemónicos: Países Bajos en el siglo XVII; Reino Unido en el XIX y Estados Unidos en el XX. Si bien, las guerras globales tienen un papel trascendente, se hace mayor énfasis en la capacidad económica para lograr la hegemonía. Immanuel Wallerstein, The Modern World-System, Tomo I (New York: Academic Press, 1979); Giovanni Arrighi, Caos y orden en el sistema-mundo moderno (Madrid: Ed. Akal, 2001).

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[17] Mario Artaza y César Ross (Ed.), La Política Exterior de Chile, 1990-2009: desde el aislamiento a la integración global (Santiago: RIL Editores, 2012), 26.

[18] Karl Deutsch, El Análisis de las Relaciones Internacionales (México: Editorial Gernika, 1994).

[19] Peter Katzenstein, Small States in World MArkets. Industrial Policy in Europe (London: Cornell University Press, 1985); Robert Steinmetz & Anders Wivel, Small States in Europe. Challenges and Opportunities. (England: Ashgate Publishing Limited, 2010); Daniel Immerwahr, Thinkhing Small. The United States and the Lure of Community Development (Cambridge: Harvard University Press, 2015).

[20] Petra Butler & Caroline Morris (Ed.), Small States in Legal World (London: Springer International Publishing, 2017), 23.

[21] Erling Bjol. “The Small States in International Politics”, en August Schou & Arne Olav Brundtland (Ed.), Small States in International Relations (Stockholm: Almqvist &Wiksell, 1971).

[22] Andrew Cooper & Timothy Shaw (Ed.), The Diplomacies of Small States. Between Vulnerability and Resilience (New York: Palgrave Mcmillan, 2009), 1.

[23] A. Payne, “Small States in the Global Politics of Development”, The Round Table (93(376), 2004), 623-635.

[24] Erich Reiter & Heinz Gärtner (Ed.), Small States and Alliances (Vienna: Physica-Verlag, 2001).

[25] A) Cumplimiento (compliance): en la que la superioridad económica de las potencias se utiliza para exigir un determinado comportamiento de la política exterior del Estado débil, acudiendo el primero a las presiones abiertas, las amenazas o a las promesas. B) Consentimiento (consensus): existe consentimiento cuando los responsables de crear la política, tanto del centro como de la periferia, están de acuerdo. C) Contra dependencia (counterdependence): los Estados en el Tercer Mundo, frustrados por los efectos perjudiciales de una relación de dependencia, emplean estrategias anti-centro para contrarrestar las consecuencias de la dependencia económica. D) Compensación (compensation): es el proceso implementado por un gobierno que no se opone fuertemente a los vínculos económicos con el núcleo, sino que debe responder a la inquietud popular que esta relación económica crea.   Jeanne Hey, “Foreign Policy Options under Dependence: A Theoretical Evaluation with Evidence from Ecuador”, Journal of Latin American Studies (No. 3, Vol. 25, 1993), 545-551.

[26] Niall Ferguson, El Imperio Británico. Cómo Gran Bretaña forjó el orden mundial (Barcelona: Random House Mondadori S.A., 2006), 411.

[27] Paul Garner, “El ‘Imperio Informal’ Británico en América Latina: ¿Realidad o Ficción?”, HMex, LXV (2015), 541-559.

[28] Oscar Granados, “De la Hegemonía Británica a la Hegemonía Estadounidense. Una Transición Económica en Argentina y Brasil, 1870-1930”, Revista de Relaciones Internacionales, Estrategia y Seguridad N° 5 (29), (Bogotá., 2010), 13-38.

[29] Carlos Marichal, Historia de la deuda externa en América Latina: desde la Independencia hasta la Gran Depresión, 1820-1930 (Madrid: Alianza Editorial, 1988).

[30] Eduardo Cavieres, Comercio Chileno y Comerciantes Ingleses 1820-1880 Un Ciclo de Historia Económica (Chile: Editorial Universitaria, 1988).

[31] Eric Hobsbawm, “Las Hegemonías de Gran Bretaña y Estados Unidos, y el Tercer Mundo”. Conferencia dictada en el New School for Social Research, Nueva York, 1998.

[32] Eric Hobsbawm, La Era del Imperio 1875-1914 (Buenos Aires: Editorial Crítica, 2009), 54.

[33] Allison Graham, Destined for War: Can America and China Escape Thucydides’s Trap? (Boston: Houghton Mifflin Harcourt, 2017); John Mearsheimer, The Rise of China and the Decline of the U.S. Army (San Diego: Didactic Press, 2015).

[34] Miguel Ángel Bringas, Declive de Gran Bretaña y Ascenso de Estados Unidos. En Historia Económica Mundial. Bloque Segundo. De la Revolución Industrial a la Primera Globalización 1760/80-1913 MC-F-010. Universidad de Cantabria, 2010. http://ocw.unican.es/ciencias-sociales-y-juridicas/historia-economica-mundial visto 21-07-2016 3.09

[35] Jordi Casassas, “La Crisis de la Europa Mundo (1890-1914)”, en Jordi Casassas (Coord.), El Mundo desde 1848 hasta nuestros días. La Construcción del Presente (Barcelona Editorial Ariel, 2005), 105-106.

[36] Hernán Ramírez Necochea, Historia del Imperialismo en Chile (La Habana: Editorial Revolucionaria, 1966), 171-172

[37] Hobsbawm, La Era del Imperio 1875-1914, 59

[38] Lisandro Cañón, “El Panamericanismo: estrategia imperialista estadounidense sobre América Latina y el Caribe, 1881-1890”, Historia 396 (Vol 11 N° 1, 2021), 105-138.

[39] Paul Kennedy, Auge y Caída de las Grandes Potencias (Barcelona: Debolsillo, 2004), 315-316.

[40] Murray, The Struggle for Recognition in International Relations, 5.

[41] César Ross, “Estados Unidos y la Independencia de Chile. Un Ensayo de Interpretación Histórica”, Libertador O´Higgins Nº 6 Santiago-Chile (1990), 53-82.

[42] Arthur Whitaker, “The Origin of the Western Hemisphere Idea”, Source: Proceedings of the American Philosophical Society, Vol. 98, N° 5 (Oct. 15, 1954), 323-326.

[43] Niall Ferguson, Coloso. Auge y Decadencia del Imperio Norteamericano (España: Debate, 2005), 86.

[44] George Atkins Pope, Latin America in the International Political System (USA: Westview Press, 1989).

[45] Consuelo León Wöppke, “Hemisferio Occidental: Un concepto mítico relevante de las Relaciones Internacionales 1939-1940”, Revista Diplomacia (mayo-junio, 1997), 62-74.

[46] Robert Freeman Smith, “América Latina, los Estados Unidos y las Potencias Europeas, 1830-1930”, en Leslie Bethell, Historia de América Latina: Economía y Sociedad, 1870-1930. Volumen 7 (Barcelona: Editorial Crítica, 1991), 75-76.

[47] Carlos Oliva Campos, “Estados Unidos-América Latina y el Caribe: entre el panamericanismo hegemónico y la integración independiente”, en Sergio Guerra, Alejo Maldonado y Carlos Oliva, Historia y perspectiva de la integración latinoamericana (Morelia: Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 2000), 239.

[48] Ferguson, Coloso. Auge y Decadencia del Imperio Norteamericano, 96-97.

[49] Stefan Rinke, Encuentros con el Yanqui: norteamericanización y cambio sociocultural en Chile 1898-1990. (Chile: Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, 2013), 42.

[50] Ferguson, Coloso. Auge y Decadencia del Imperio Norteamericano, 97.

[51] Luisa Bastidas, “El Panamericanismo: Dos Visiones Opuestas (1826-1933)”, Revista Notas Históricas y Geográficas, (2021), 7-20.

[52] William Manger, El Panamericanismo y las Conferencias Panamericanas. Unión Panamericana (Washington DC.: Serie sobre Congresos y Conferencias N° 22 s/a.), 1.

[53] Francisco Zapata, Ideología y Política en América Latina (México: El Colegio de México, 2010).

[54] Bastidas, “El Panamericanismo: Dos Visiones Opuestas (1826-1933)”, 7-20.

[55] Cañón, “El Panamericanismo: estrategia imperialista estadounidense sobre América Latina y el Caribe, 1881-1890”: 105-138.

[56] Hamish Stewart Stokes, “Las Relaciones de Inglaterra y Estados Unidos con Chile durante la Guerra Civil de 1891”, Revista de Historia, año 11-12, vol. 11-12 (2001-2002), 75-84.

[57] Gordon Connell-Smith, Los Estados Unidos y la América Latina (México: Fondo de Cultura Económica, 1977), 120.

[58] Juan Ricardo Couyoumdjian, Chile y Gran Bretaña Durante la Primera Guerra Mundial y la Postguerra, 1914-1921 (Chile: Editorial Andrés Bello, 1986); Harold Blakemore, “Chile desde la Guerra del Pacífico hasta la Depresión Mundial, 1880-1930”, en Leslie Bethell (Ed.), Historia de América Latina. Volumen 10 América del Sur, 1870-1930 (Barcelona, Editorial Crítica, 1992); Luis Ortega Martínez, “De la Construcción del Estado-Nación y la Política Económica 1817-1890”, en Gabriel Cid y Alejandro San Francisco (Ed.), Nación y Nacionalismo en Chile. Siglo XIX. Volumen 1, (Chile: Centro de Estudios Bicentenarios, 2009); Juan Ricardo Couyoumdjian, “El Alto Comercio de Valparaíso y las Grandes Casas Extranjeras, 1880-1930: una Aproximación”, Historia, N° 33, Universidad Católica de Chile (Santiago, 2000), 63-99.

[59] Joaquín Fermandois, “Chile and Great Powers”, en Michael Morris (Ed.), Great Power Relations in Argentina, Chile and Antarctica (London, Palgrave Macmillan, 1990), 78.

[60] Heraldo Muñoz y Carlos Portales, Una Amistad Esquiva: las relaciones de Estados Unidos y Chile (Santiago: Pehuén, 1987).

[61] Robert Burr, By Reason or Force: Chile and the Balancing of Power in South America 1830-1905 (Los Ángeles: University of California Press, 1967), 245.

[62] Frederick Pike, The United States and Latin American. Myths and Stereotypes of Civilization and Nature (Austin: University of Texas, 1993).

[63] Consuelo León Wöppke. “Chile y Estados Unidos a inicios del siglo XX: una aproximación a un estudio sobre percepciones nacionales mutuas” Estudios Norteamericanos, Asociación Chilena de Estudios Norteamericanos N° 15 (primer semestre, 2007), 79-89.

[64] Raúl Bernal Meza, “Evolución Histórica de las Relaciones Políticas y Económicas de Chile con las Potencias Hegemónicas: Gran Bretaña y Estados Unidos”, Estudios Internacionales, Instituto de Estudios Internacionales, Universidad de Chile, Vol. 29 N° 113 (1996), 19-72.

[65] Cesar Ross y Jorge Alfaro, “Chile en la asimetría doble, 1883-1930: más débil que Estados Unidos y más fuerte que Perú”, Revista Notas Históricas Y Geográficas, 2(31) (2023), 147-177.

[66] Jonathan Windle, James G. Blaine: Hispan American Policy and its effect upon the McKinley Tariff Act 1890 (A Thesis Submitted to the Faculty of the College of Humani ties in Partial Fulfillment of the Requirements for the Degree of Master of Arts, Florida Atlantic University, 1976), 14.

[67] Connell-Smith, Los Estados Unidos y la América Latina, 121.

[68] Teresa Maya Sotomayor, “Estados Unidos y el Panamericanismo: El caso de la I Conferencia Internacional Americana (1889-1890)”, HMex, XLV, 4 (1996), 759-781.

[69] Stewart Stokes, “Las Relaciones de Inglaterra y Estados Unidos con Chile durante la Guerra Civil de 1891”, 75-84.

[70] Cañón, “El Panamericanismo: estrategia imperialista estadounidense sobre América Latina y el Caribe, 1881-1890”, 105-138.

[71] El Tratado de 1874 mantenía el límite entre Chile y Bolivia en el paralelo 24° Lat. Sur, abandonando el primero el condominio económico en la zona disputada y reclamada por éste, todo ello dispuesto por el Tratado de 1866. Bolivia, se comprometía por 25 años a que las “personas, industrias y capitales chilenos” situados en la zona renunciada al norte del paralelo 24°, no quedarían “sujetas a más contribuciones de cualquiera clase que sean, que a las que al presente existen”. Debemos recordar que el detonante inmediato de la guerra fue la imposición por parte de Bolivia de un impuesto extraordinario de 10 centavos al quintal de salitre exportado en la región de Antofagasta, afectando a compañías chilenas e inglesas, violando con ello lo pactado en 1874 entre Chile y Bolivia: en no cobro de mayores impuestos a los ya existentes a las compañías chilenas.

[72] A.S.E Secretario de Estado Guillermo Evarts, Washington DC, abril 24, 1880. Ministerio de Relaciones Exteriores de Chile (en adelante Minrel).

[73] A.S.E Secretario de Estado Guillermo Evarts, Washington DC, abril 24, 1880. Minrel.

[74] A Secretario de Estado, Washington DC, junio 1, 1881. Minrel.

[75] Osborn a W. Evarts, Oficio N° 156, Santiago, agosto 12, 1880. Minrel.

[76] Memoria de Relaciones Exteriores y de Colonización (Santiago: Imprenta Nacional, 1881), 70.

[77] Las Conferencias fueron celebradas en tres jornadas, desde el 22 de octubre de 1880, a bordo del buque de guerra norteamericano Lackawanna. Los representantes de Perú fueron Antonio Arenas y Aurelio García y García. Por parte de Bolivia Baptista y el Canciller Carrillo. En nombre de la Unión Americana concurrieron los ministros estadounidenses Thomas Osborn, Christiancy y Adams.

[78] Memoria de Relaciones Exteriores y de Colonización (1881), 104-108.

[79] Mario Barros Van Buren, Historia Diplomática de Chile 1541-1938 (Barcelona: Ediciones Ariel, 1970), 366-367.

[80] Judson Kilpatrick, Ministro de EE.UU en Chile a J. Blaine, Secretario de Estado, Oficio N° 3, Santiago, agosto 15, 1881.

[81] Sr. Secretario de Estado, Washington DC, 3 de febrero, 1882. Minrel.

[82] Juan José Fernández Valdés, Chile y Perú. Historia de sus Relaciones Diplomáticas entre 1879 y 1929 (Santiago: RIL Editores, 2004), 78-79.

[83] Fernández, Chile y Perú, 81.

[84] Sr. Secretario de Estado, Washington DC, enero 20, 1882. Minrel.

[85] Enrique Varas Burgos, Los Congresos Panamericanos. Su fisonomía ante el Derecho Internacional (Memoria de Prueba para optar al grado de Licenciado en Leyes y Ciencias Políticas, Escuela Tipográfica Salesiana, 1902), 37-38.

[86] Cristián Guerrero Yoacham, “Chile y Estados Unidos: Relaciones y Problemas, 1812-1916”, en Walter Sánchez y Teresa Pereira (Ed), 150 Años de Política Exterior Chilena (Santiago, Editorial Universitaria, 1977).

[87] Varas, Los Congresos Panamericanos, 40.

[88] Fernández, Chile y Perú, 81.

[89] El 8 de febrero de 1883, el senador Cockrell reintrodujo un proyecto de ley similar al del 24 de abril de 1882, que preveía la creación de una comisión especial para visitar América Latina (…) El 11 de diciembre de 1882, el senador John Sherman presentó un proyecto de ley similar al que Mr. Morgan había introducido el 24 de abril de 1882. Un mes después, el Sr. J. J. Townshend (D. Illinois) introdujo en la Cámara una resolución conjunta solicitando que el Presidente solicitara la cooperación de todas las naciones americanas en el establecimiento de relaciones comerciales entre las naciones mediante una unión aduanera americana. Windle, James G. Blaine, 20.

[90] Memoria de Relaciones Exteriores y de Colonización. (Santiago de Chile: Imprenta Nacional, 1882), p. XIV.

[91] Memoria de Relaciones Exteriores y de Colonización (1882), VIII.

[92] Memoria de Relaciones Exteriores y de Colonización (1882), XI.

[93] Memoria de Relaciones Exteriores y de Colonización, (1882), XVI-XVII.

[94] Memorándum Confidencial a Legación de Chile en Estados Unidos, Santiago, 6 de diciembre de 1881. Minrel.

[95] Memorándum Confidencial a Legación de Chile en Estados Unidos, Santiago, 3 de enero de 1882. Minrel.

[96] Memorándum Confidencial a Legación de Chile en Estados Unidos, Santiago, 6 de diciembre de 1881. Minrel.

[97] Sr. Secretario de Estado Washington DC, enero 20, 1882. Minrel.

[98] Sr. Secretario de Estado, Washington DC, febrero 1, 1882. Minrel.

[99] Sr. Secretario de Estado, Washington DC, febrero 1, 1882. Minrel.

[100] Sr. Secretario de Estado, Washington DC, febrero 1, 1882. Minrel.

[101] Canciller a Legación de Chile en Estados Unidos, Santiago, noviembre 18, 1881. Minrel.

[102] Sr. Secretario de Estado, Washington DC, febrero 1, 1882. Minrel.

[103] Canciller a Legación de Chile en Estados Unidos, Santiago, enero 20, 1882. Minrel.

[104] Canciller a Legación de Chile en Estados Unidos, Valparaíso, febrero 3, 1882. Minrel.

[105] Canciller a Legación de Chile en Estados Unidos, Santiago, mayo 12 de 1882. Minrel.

[106] Canciller a las Legaciones de la República en América, Santiago, mayo 12 de 1882. Minrel.

[107] Pereira, Diccionario de Relaciones Internacionales y Política Exterior, 626.

[108] Canciller a las Legaciones de la República en América, Santiago, mayo 12 de 1882. Minrel.

[109] Canciller a las Legaciones de la República en América, Santiago, mayo 12 de 1882. Minrel.

[110] Canciller a las Legaciones de la República en América, Santiago, mayo 12 de 1882. Minrel.

[111] Canciller a las Legaciones de la República en América, Santiago, mayo 12 de 1882. Minrel.

[112] Canciller a las Legaciones de la República en América, Santiago, mayo 12 de 1882. Minrel.

[113] Canciller a las Legaciones de la República en América, Santiago, mayo 12 de 1882. Minrel.

[114] Canciller a las Legaciones de la República en América, Santiago, mayo 12 de 1882. Minrel.

[115] Al Congreso de Panamá, reunido en 1826, solo asistieron los Representantes de Colombia, América Central, Perú y Méjico. Al primer Congreso de Lima de 1847, solo concurrieron los Ministros de Bolivia, Chile, Ecuador, Nueva Granada y el Perú. Al segundo Congreso de Lima de 1864, “el más formal y sin disputa el mejor aceptado de todos los ensayos de este género”, no concurrieron los Representantes de México, Paraguay y Uruguay.

[116] Canciller a las Legaciones de la República en América, Santiago, mayo 12 de 1882. Minrel.

[117] Canciller a las Legaciones de la República en América, Santiago, mayo 12 de 1882. Minrel.

[118] Canciller a las Legaciones de la República en América, Santiago, mayo 12 de 1882. Minrel.

[119] Canciller a las Legaciones de la República en América, Santiago, mayo 12 de 1882. Minrel.

[120] Canciller a las Legaciones de la República en América, Santiago, mayo 12 de 1882. Minrel.

[121] Canciller a las Legaciones de la República en América, Santiago, mayo 12 de 1882. Minrel.

[122] Canciller a las Legaciones de la República en América, Santiago, mayo 12 de 1882. Minrel.

[123] Roberto Pastén, “La Economía Política del Déficit Fiscal en el Chile del siglo XIX”, Revista de la CEPAL, N° 121 (abril 2017), 169-183.

[124] Canciller a las Legaciones de la República en América, Santiago, mayo 12 de 1882. Minrel.

[125] Ross y Alfaro, “Chile en la asimetría doble, 1883-1930”, 147-177.

[126] Canciller a las Legaciones de la República en América, Santiago, mayo 12 de 1882. Minrel.

[127] Canciller a las Legaciones de la República en América, Santiago, mayo 12 de 1882. Minrel.