Artículos
LA FRONTERA EN TENSIÓN: NACIONALISMO Y MOVILIZACIÓN SOCIAL DURANTE LA “GUERRA DE DON LADISLAO” (CHILE, 1920)
THE FRONTIER IN TENSION: NATIONALISM AND SOCIAL MOBILIZATION DURING THE "DON LADISLAO WAR" (CHILE, 1920)
Gabriel Cid
Universidad San Sebastián, Chile
gabriel.cid@uss.cl
https://orcid.org/0000-0001-7174-8014
Camilo Fernández
Universidad Diego Portales, Chile
camilo.fernandez@mail.udp.cl
https://orcid.org/0009-0003-3252-8790
Recibido el 3 de octubre del 2022 Aceptado el 25 de septiembre del 2023
Páginas 376-403
Financiamiento: Resultado del proyecto FONDECYT 1201399
Conflictos de interés: Los autores declaran no presentar conflicto de interés.
Resumen
El artículo aborda la movilización militar decretada en julio y agosto de 1920 por el Ministro de Guerra de Chile, Ladislao Errázuriz, en respuesta al supuesto despliegue de tropas peruanas en la frontera norte. El estudio considera que ese escenario permite analizar de manera privilegiada el vínculo entre el nacionalismo y la movilización social como un elemento crucial que distingue a esta ideología. Esta aproximación resulta novedosa en un contexto historiográfico que ha tendido a explicar esta relación de manera simplista, al abordarla como mera manipulación de las elites, sin mayor arraigo social. Mediante un abordaje de la opinión pública de la época desde una perspectiva cualitativa, el artículo reconstruye las dinámicas de movilización social que articularon el discurso nacionalista en planos más amplios que el puramente discursivo. De este modo, la investigación sostiene que las multitudinarias manifestaciones nacionalistas de la época que acompañaron el llamado a la movilización militar son evidencia de una de las singularidades del nacionalismo como ideología: su capacidad de ocultar, mediante la interpelación identitaria y movilización social, su relativa endeblez conceptual.
Palabras clave: Nacionalismo, Chile, Ideologías, Relaciones Internacionales, Movilización Social
Abstract
The article examines the military mobilization decreed in July and August 1920 by the Chilean Minister of War, Ladislao Errázuriz, in response to the alleged deployment of Peruvian troops on the northern border. The study considers that this scenario allows a privileged analysis of the relation between nationalism and social mobilization as a crucial element that distinguishes this ideology. This approach is novel in a historiographical context that has tended to explain this nexus in a simplistic way, considering it as a mere manipulation of the elites, with no further social roots. Through a qualitative approach to the public opinion of the time, the article reconstructs the dynamics of social mobilization that articulated the nationalist discourse on broader levels than the purely discursive. Thus, the research argues that the massive nationalist demonstrations that accompanied the call for military mobilization are evidence of one of the singularities of nationalism as an ideology: its ability to hide, through identity interpellation and social mobilization, its relative conceptual weakness.
Keywords: Nationalism, Chile, Ideologies, International Relations, Social Movilization
1. INTRODUCCIÓN
Todo el mundo que contempla que esta agitación patriótica inusitada, toda esta algarabía, todo este ruido de sables, de cánticos guerreros, de cañones que ruedan, de motores aéreos que zumban, de calderas de buques que trepidan y de caballazos que galopan, se pregunta sonriéndose y empinándose para ver a través de la polvareda por donde diablos está el enemigo formidable que así ha despertado el entusiasmo bélico de Chile…[1]
Las palabras de la revista limeña Variedades describen de manera notable la movilización militar chilena de 1920 y la atmósfera nacionalista a la que dio lugar. Este artículo se propone analizar dicha movilización, ocurrida entre julio y agosto de ese año, en el contexto del recrudecimiento de las tensiones fronterizas con Bolivia y Perú, suceso que se popularizó posteriormente como la “Guerra de Don Ladislao” en alusión al entonces ministro de Guerra, Ladislao Errázuriz.[2] Nuestra investigación plantea que este incidente constituye un caso excepcional para el estudio del nacionalismo en Chile de comienzos del siglo XX, cuya presencia se hizo patente no solo en la movilización militar, sino también en la extensa y efervescente movilización social que la acompañó. Asimismo, este potencial enfrentamiento militar fue escenario de un profundo conflicto ideológico con aquellas corrientes políticas y agrupaciones sociales que, como anarquistas, socialistas y el movimiento estudiantil universitario, enarbolaban principios contrarios al militarismo y la guerra. Esta oposición proporcionó un espacio privilegiado para la clarificación conceptual y discursiva del nacionalismo chileno, por medio de una exacerbación de los valores patrióticos y características raciales que, supuestamente, definían al pueblo chileno.
En lo que respecta a la bibliografía disponible, la llamada “Guerra de Don Ladislao” ha sido estudiada solo de manera fragmentada, con una visión predominantemente negativa en lo referido a su carácter nacionalista. Uno de los primeros trabajos en esbozar esta perspectiva fue el de Carlos Vicuña, observador presencial de los hechos, quien afirmó en La Tiranía en Chile que la supuesta guerra fue una maniobra de las clases dirigentes para impedir la victoria presidencial de Arturo Alessandri, y que el patriotismo era una “paranoia social de los chilenos”.[3] Estudios posteriores han tendido a reproducir esta interpretación. Para autores como Barría[4] y Grez,[5] la movilización de tropas en 1920 también fue una estrategia de la oligarquía para impedir la victoria de Arturo Alessandri, así como para frenar y reprimir la creciente agitación huelguística que se arrastraba desde 1918. Una perspectiva similar sostiene Harambour en su estudio sobre la “Guerra de Don Ladislao” y el movimiento obrero de Magallanes. Desde su punto de vista, el incidente militar sirvió “a los sectores dominantes para combatir a quienes atentaban contra la chilenidad”, y que la “oleada de fervor patriotero” seguía “las consignas de la oligarquía”.[6] Para estas interpretaciones, la apelación nacionalista que acompañó a los movimientos militares de 1920 funcionó sobre todo como un instrumento de manipulación de parte de las elites, nacionalismo que de otra forma no hubiese estado presente en la sociedad civil. Una visión más matizada ofrece Soto en su estudio sobre la Federación Obrera de Chile (FOCH) de la región de Arica en 1920 −que entonces se encontraba en el corazón de la disputa territorial con Perú− y que a su juicio constituyó un movimiento popular nacionalista. En este sentido, el nacionalismo no solo funcionó como una imposición desde “arriba”, sino que también surgió espontáneamente desde abajo, como demuestra la movilización de la FOCH ariqueña en apoyo a la movilización de tropas chilenas. No obstante, para el autor, los mecanismos de “chilenización” se encontraban en posesión exclusiva del Estado, lo que limitaba el surgimiento de visiones alternativas.[7]
Sin desestimar la efectiva represión política y social en la que se enmarcó la movilización militar de 1920, así como el rol determinante del Estado en la promoción de un determinado ideario nacionalista, este artículo propone una aproximación diferente. En lugar de considerar el nacionalismo desde la perspectiva del “engaño” o la “manipulación” ideológica de los grupos dominantes, este estudio se posiciona desde los enfoques conceptuales y discursivos al análisis de las ideologías políticas.[8] Para estos enfoques, las ideologías constituyen una forma de pensamiento político ubicuo que proporciona una visión particular del mundo, mediante la cual los sujetos interpretan su realidad social. En este sentido, las ideologías no operan bajo criterios de “verdad” o “falsedad”, sino que constituyen un conjunto de creencias colectivas sobre la organización de la sociedad. Así, el nacionalismo no puede ser comprendido a cabalidad si se lo considera solo como una formulación instrumental desde “arriba”, sino que debe ser entendido como un pensamiento cuyo principal sustento se encuentra en el arraigo social y cultural de aquellos que se movilizan bajo sus principios y consignas.
Desde esta perspectiva, un aspecto crucial para el análisis del caso aquí estudiado es la relación entre las ideologías y la acción política. Esta dimensión práctica del pensamiento ideológico ha sido enfatizada por autores de diversas disciplinas y perspectivas teóricas como la sociología,[9] el marxismo[10] y la antropología.[11] Es también el caso de los enfoques conceptuales y discursivos. Para Freeden,[12] las ideologías se encuentran orientadas a la acción, pues proporciona una guía necesaria para la toma de decisiones, mientras que para Van Dijk[13] las ideologías tienen como una de sus principales funciones organizar y coordinar los objetivos y prácticas cotidianas de sus adherentes. Esta característica de las ideologías políticas resulta especialmente relevante en el caso del nacionalismo. Como observa Vincent, la aparente paradoja del nacionalismo es que, a pesar de ser una ideología teóricamente vaga e “incoherente”, muestra una enorme fuerza como práctica política.[14] Esta característica también ha sido identificada por Anderson, al notar el contraste entre el poder político del nacionalismo y su “pobreza” e “incoherencia” filosófica.[15] Esto se relaciona a otro rasgo peculiar del nacionalismo. Al decir de Canovan, las naciones consisten en comunidad culturales y étnicas políticamente movilizadas, cuyos principios constitutivos son, sin embargo, extremadamente sutiles.[16] Esto ya que el nacionalismo no siempre aparece como una configuración conceptualmente articulada y sistemática, pues sus componentes discursivos suelen confundirse con los fundamentos naturales de la sociedad. Pero precisamente por este motivo, el nacionalismo provee de un potente incentivo a la acción al proporcionar elementos identitarios profundamente arraigados en determinadas características culturales de una población.
El caso de la “Guerra de Don Ladislao” sería precisamente un ejemplo de estas particularidades ideológicas del nacionalismo. Más allá de la supuesta instrumentalización estatal o de las elites, el análisis de las fuentes primarias y de la opinión pública de la época muestra que la movilización de tropas de 1920 sirvió como un aliciente para la difusión discursiva y práctica del nacionalismo. Por un lado, el nacionalismo funcionó como un discurso crítico de la situación de Chile, que se encontraba aquejado por una profunda crisis económica, social y política. En este escenario, el ideario nacionalista enfatizaba la necesidad de reestablecer el espíritu patrio que había caracterizado al pueblo chileno. Punto nodal en esta exaltación nacional lo constituía el Ejército, considerado como depositario de los valores nacionales, y que sin embargo se encontraba en un estado de “abandono”. Por otro lado, el nacionalismo operó sobre todo desde su dimensión práctica, que se tradujo en masivas convocatorias de apoyo popular que congregaron a un sinnúmero de grupos sociales e instituciones civiles. Estas se expresaron, por cierto, en la conscripción militar voluntaria, pero también en numerosas iniciativas que incluyeron desfiles patrióticos, erogaciones populares, mítines políticos, e, incluso, enfrentamientos callejeros con adversarios antibelicistas. Los incidentes más dramáticos de esta agitación popular ocurrieron el 21 de julio de 1920, cuando se sucedieron violentos choques entre manifestantes favorables y contrarios al conflicto bélico, y que terminaron con la destrucción del local e imprenta de la FECH y la muerte de un manifestante nacionalista, Julio Covarrubias.
Para cumplir con los objetivos propuestos, este artículo examina en primer lugar el contexto de las relaciones internacionales en las que se dio la movilización militar de 1920, poniendo atención a la revolución boliviana de aquel año como el elemento detonador de las alarmas en las dirigencias militares chilenas que imaginaron un escenario de hipótesis bélica y decidieron hacer un llamado a los reservistas como mecanismo de disuasión en la frontera norte. En segundo lugar, analizaremos la puesta en práctica del discurso nacionalista en la sociedad civil, centrándonos en las multitudinarias manifestaciones cívicas, procesiones, desfiles, romerías patrióticas y colectas que tuvieron cabida en el país durante los meses de julio y agosto de 1920. Por último, estudiaremos cómo el nacionalismo en tanto ideología operó a través de la exclusión de grupos sociales y políticos identificados como refractarios al patriotismo, entre los que se cuentan anarquistas, socialistas y peruanos que sistemáticamente fueron objeto de la animosidad, tanto en el discurso como en la práctica, de los grupos identificados con el nacionalismo chileno.
Cabe señalar que nuestro análisis se centra en las reacciones que tuvo la movilización militar en la zona central de Chile, como en Santiago y Valparaíso, aunque también se hacen referencias puntuales a los sucesos en otras regiones del país. Con ello se busca contrastar los incidentes más notorios de esta coyuntura, como el asalto a la FECh en Santiago y la represión hacia estudiantes y el movimiento obrero en general, con la respuesta de otros sectores de la sociedad civil que prestaron su concurso a la eventual causa militar. Para ello, se revisan principalmente documentos oficiales y prensa y revistas de circulación nacional (La Nación, El Mercurio y Zig-Zag). Si bien es cierto que esta documentación, principalmente la prensa, presentaba ciertos sesgos en su lectura de los hechos − favorables al discurso militar y nacionalista− es igualmente relevante considerar el propósito informativo y el público masivo al que apelaban estos medios, público que incidió además en la adecuación de las estrategias narrativas de estos periódicos. En otros términos, conscientes de la sensibilidad nacionalista del público durante la coyuntura, los medios se plegaron a esta tendencia, nutriendo un discurso ya instalado. En este sentido, esta documentación permite observar precisamente la relación entre la movilización social −que, aunque exaltada por la prensa, no fue menos real−con el discurso nacionalista que promovía las manifestaciones patrióticas. Con ello, y en contraste con la historiografía del movimiento obrero, se busca mostrar la percepción e interpretación que otros sectores sociales tuvieron respecto de esta coyuntura, ampliando la visión sobre el fenómeno del nacionalismo en Chile.
2. LA FRONTERA EN TENSIÓN: LA REVOLUCIÓN BOLIVIANA DE 1920 Y EL LLAMADO A LA MOVILIZACIÓN MILITAR.
En julio de 1920 un golpe de Estado ponía fin a dos décadas de predominio del Partido Liberal en Bolivia y abría el acceso al poder al Partido Republicano, fundado en 1914. El movimiento militar iniciado en La Paz por la oficialidad descontenta fue una demostración de fuerza que no alcanzó a desembocar en un enfrentamiento militar, y pronto se extendió por todo el territorio nacional. El presidente liberal José Gutiérrez Guerra partió al exilio en Chile. La instalación de una Junta de Gobierno de Transición, compuesta por Bautista Saavedra, José María Escalier y José Manuel Ramírez, líderes políticos e intelectuales del Partido Republicano, convocó a elecciones y a una convención con el propósito de reformar la constitución política del país. La nueva facción gobernante se apoyó socialmente en su acercamiento con los sectores medios urbanos y con el emergente movimiento obrero,[17] cuyas demandas intentó canalizar dentro del marco estatal, al alero de un discurso que Irurozqui ha llamado “nacional-popular”.[18]
Si el golpe de Estado en Bolivia tuvo repercusiones inéditas en el contexto chileno fue porque la nueva coalición gobernante suponía una crítica frontal al Tratado de 1904 y desestimaba todo lo avanzado diplomáticamente por los agentes chilenos, especialmente la misión de Emilio Bello Codesido en 1919 con el presidente Gutiérrez Guerra.[19] La defensa de un acceso soberano al mar fue una de las tempranas banderas de lucha esgrimida por el Partido Republicano. En efecto, los miembros más connotados de la agrupación poseían convicciones que defendían la reivindicación territorial que expresaron abiertamente en la esfera pública, contribuyendo a singularizar a la coalición dentro del debate público boliviano. La eventualidad de que la Sociedad de las Naciones permitiese una revisión del Tratado de 1904 impulsó estos posicionamientos. José María Escalier, candidato a la presidencia en 1917 y miembro de la Junta de Gobierno de Transición, afirmó que las fronteras con Chile debían ser aquellas establecidas en 1864. “Lo ocurrido después es efecto de la fuerza cuyo valor ha caducado con el triunfo de los aliados, quienes han prometido hacer justicia, amparando las reivindicaciones legítimas”, sentenció.[20] Bautista Saavedra, por su parte, declaró: “Bolivia no solo necesita, como imperativo de su derecho natural de nación autónoma, poseer una costa sobre el Pacífico. Acceso libre al mar y soberanía son dos conceptos indisolubles”.[21]
Esta postura no quedaría solo en el plano de las intenciones. Una vez instalado en el poder el nuevo gobierno de Bolivia impugnó el Tratado de 1904 y reivindicó el acceso soberano al mar a través de los territorios perdidos en la guerra. Y junto al gobierno peruano, en noviembre de 1920 planteó en la primera sesión de la Sociedad de las Naciones la revisión del Tratado de 1904.[22] Como indicaba Bautista Saavedra en sus instrucciones a los delegados bolivianos que participarían en Ginebra: “La depredación engendrada por la guerra de 1879, no puede quedar borrada sino con una solución de justicia y armonía internacional entre Bolivia, Perú y Chile”.[23]
El cambio en el escenario político de la región y su impacto en las dinámicas diplomáticas fue notorio, porque se sumaba a la política de reivindicación territorial que sustentaba desde 1919 el gobierno peruano de Augusto B. Leguía en su campaña electoral. El tema de la recuperación de la soberanía en Tacna y Arica —las “irredentas”— sería central para el régimen del “Oncenio”, pues exacerbaría el discurso anti-chileno ya existente en la sociedad peruana para instrumentalizarlo en términos de política interna y legitimidad de su gobierno.[24] Así, la revolución boliviana de 1920 contribuyó a tensionar aún más las relaciones diplomáticas chilenas en el marco de las disputas por las fronteras de la zona norte, especialmente cuando la postura peruana recibió favorablemente la revolución boliviana como el fin del “practicismo”,[25] es decir, de aquella política de acercamientos diplomáticos con Chile.
El informe que elaboró sobre estos eventos Emilio Rodríguez Mendoza, quien fuera desde 1919 el Encargado de Negocios chileno en Bolivia, resulta un documento notable para ponderar cómo la diplomacia nacional interpretó los sucesos de julio de 1920. Para el prolífico periodista, escritor y diplomático la revolución boliviana debía comprenderse en el marco de una historia política convulsa caracterizada por “las intemperancias del caudillaje”. La pauperización de las condiciones de vida de los sectores indígenas, la polarización del sistema de partidos y el declive del Partido Liberal eran factores que permitían entender la irrupción del Partido Republicano y la explotación política de ese malestar. La inclusión en su plataforma política de la cuestión internacional y un discurso anti-chileno les brindaba una fuerte legitimidad en el plano local, pues al menos desde 1918 los republicanos habían adoptado, “indudablemente como plataforma política, una orientación exterior hostil a nuestro país”.[26]
Emilio Rodríguez Mendoza aconsejaba al gobierno chileno dos medidas. La primera, y con el fin de descolocar a la posición peruana —que buscaba establecer una alianza con la nueva coalición gobernante— era el reconocimiento inmediato del nuevo gobierno boliviano con el propósito de “mantener a cualquier precio el divorcio Perú-boliviano”, buscando así “un nuevo enfriamiento entre los aliados de 1879”.[27] En paralelo, el diplomático hacía un llamado a la tranquilidad en La Moneda ante los rumores de una eventual movilización militar boliviana en la frontera norte. Bolivia no tenía la capacidad de amenazar bélicamente a Chile. “La verdad es que la Junta revolucionaria no podía tomar medidas militares capaces de inquietarnos, a raíz de la conmoción política que acababa de tener lugar: no era aún seguro el suelo que pisaba y una y otra vez se me representó que no había por parte de Bolivia nada que justificara la movilización chilena”, concluía el informe redactado a inicios de agosto de 1920.[28]
Pese al llamado a la calma del diplomático, desde el ámbito castrense la interpretación de los sucesos de Bolivia iba en un sentido opuesto. El coronel Luis Cabrera fue decisivo al proporcionar a las altas jerarquías militares del país una serie de informaciones sobre movimientos de tropas peruano-bolivianas en la frontera norte que encendieron las alarmas en La Moneda y terminaron incidiendo en el llamado a la movilización militar de julio de 1920, postura que fue atizada por la opinión pública de la época. En efecto, apenas enterado de los sucesos de Bolivia, el comandante en jefe de la I División del Ejército desplegó una intensa actividad informativa, delineando un escenario de movilización militar conjunta entre Perú y Bolivia que amenazaría la soberanía chilena en la frontera, escenario de peligro que se contraponía a la debilidad militar chilena en la zona. Desde el lacónico telegrama del 13 de julio en que informaba: “Revolución proclama causa reivindicacionista de Antofagasta”,[29] los días siguientes se caracterizaron por el tráfago de comunicaciones e informes enviados al Ministro Ladislao Errázuriz, que escalaron en intensidad y alarmismo.
El tenor de las informaciones se debía a los informes que Cabrera recibía desde Tacna, donde coordinó la labor de los informantes y espías que desde Bolivia y el sur del Perú enviaban reportes que exageraban los hechos y delineaban un eventual conflicto bélico. El 14 de julio, Cabrera informaba: “Por persona que me merece fe que llegó de Cuzco y esas regiones y por otros serios conductos, acabo saber situación grave frontera norte. Se hacen allí preparativos formales, instrúyense empeñosamente cuerpos cívicos, predícase con calor necesidad revancha”. Al día siguiente, el coronel afirmó que la intensa actividad de los cuerpos cívicos peruanos, que en la zona de Cuzco, Juliaca, Puno y Arequipa estarían en condiciones de movilizar rápidamente unos 20 mil hombres. En ese escenario, Cabrera sugería al gobierno la inmediata movilización hacia la frontera de los batallones acantonados en la zona norte, como una forma de ganar tiempo. Asimismo, instruía que todos los funcionarios del cable, telégrafo y ferrocarril de la zona fueran chilenos, de modo de evitar filtraciones en la información. El 23 de julio, la visita del teniente coronel Luis Serrano Montaner, quien había desempeñado actividades de espionaje en Perú y Bolivia profundizó las aprehensiones de Cabrera, al barajar diversas hipótesis de conflicto. Desde mayo Serrano Montaner había informado la importancia de la movilización militar en el sur peruano, la intensa actividad de los clubes de tiro al blanco, la formación de un importante poderío aéreo y la extensión de un sentimiento anti-chileno. En esa oportunidad el informante afirmaba: “he vislumbrado una situación delicada y grave que requiere atención militar enérgica”. La reunión de Cabrera con su informante confirmó la movilización militar peruana, llamándole la atención sobre la importancia del arribo a tierras bolivianas —después de permanecer en Buenos Aires— del general prusiano Hans Kundt. Serrano Montaner recordaba que mientras había desempeñado el cargo de Jefe del Estado Mayor boliviano, Kundt había elaborado planes de guerra contra Chile, barajando tres escenarios posibles: una guerra defensiva luchando en solitario; un conflicto junto al Perú y otro en alianza con Perú y Argentina.[30]
En dicho escenario, el 14 de julio se decretó la movilización militar de los reservistas de la I División del Ejército; de los regimientos Valdivia, Dragones y Grupo Aldunate y de los oficiales de reserva de las diferentes armas. Al día siguiente se dispuso el alistamiento de las unidades de la II y III División del Ejército, para ser trasladadas a Tacna. Con esta medida se logró movilizar a 5197 reservistas de la I División; a poco más de mil hombres de las unidades convocadas de la III División y a 195 oficiales de reserva. Por último, la Academia de Guerra suspendió sus actividades, enviando a sus estudiantes a las diversas unidades acantonadas.[31]
La prensa capitalina respondió a estos sucesos defendiendo la movilización y amplificando los rumores sobre un eventual conflicto bélico en el norte como resultado del cambio político en Bolivia, incidiendo decisivamente en el clima nacionalista de aquellos meses. Los medios insistieron en una connivencia entre el gobierno peruano y los revolucionarios bolivianos,[32] con el propósito de desbaratar la política de cercanía establecida entre la diplomacia chilena y el derrocado Partido Liberal. “No sería raro que de algún modo hubiese intervenido en el motín de Bolivia la mano de nuestros eternos enemigos del norte, que no descansan un momento en su obra de odios y de intrigas con respecto a Chile”, sentenciaba El Mercurio.[33] Una tesis similar suscribió La Nación,[34] cuando consignó la necesidad de reafirmar la presencia militar en la frontera norte de manera de disuadir al Perú, sugiriendo que el apoyo de Leguía al nuevo régimen boliviano perseguía la perturbación de la paz continental, generar un ambiente bélico en el espacio fronterizo empujando a los actores a la aceptación de una mediación internacional en la región.
Definido así el nuevo escenario internacional que establecían los sucesos revolucionarios de Bolivia, la prensa estableció la necesidad de fortalecer la presencia militar chilena en la zona norte, apoyando la decisión del Ministro de Guerra de decretar la movilización militar en la región. Aunque la hipótesis de una guerra tendía a descartarse, los medios subrayaban el incremento del poderío bélico peruano durante la última década, cuestión que debía encender las alarmas en las dirigencias nacionales. Aun así, el medio oficial establecía que en un caso de un eventual enfrentamiento, la posición chilena era segura debido a la fuerza nacional, “basada especialmente en la virilidad de la raza, en la preparación técnica de nuestros militares y en nuestro incontestable dominio del mar”.[35] La movilización militar en la frontera obedecía así a un propósito de fortalecer la presencia chilena en la zona con fines disuasivos. En ese sentido, la prensa aclaraba que Chile no era un “país militarista”, sino que la movilización respondía a la necesidad de “tomar algunas medidas elementales para prevenir un golpe de mano, sin temer una guerra, sin creer en la guerra, más interesados que nadie en evitar una guerra y precisamente para que una aventura de nuestros inquietos vecinos del norte no nos arrastre a un conflicto armado”.[36]
3. NACIONALISMO Y MOVILIZACIÓN SOCIAL: PRÁCTICAS, MANIFESTACIONES Y SENTIMIENTOS EN LA SOCIEDAD CIVIL.
Como hemos visto, el nacionalismo estuvo presente de modo significativo en las concepciones militares y estratégicas que llevaron a la movilización de tropas en junio de 1920, convirtiéndose además en el trasfondo ideológico de las movilizaciones sociales que le siguieron. Por movilizaciones sociales entendemos las diversas formas de manifestaciones en el espacio público de agrupaciones de la sociedad civil —asociaciones gremiales, educativas, obreras, sindicales, deportivas— con el fin de incidir en la toma de decisiones por parte de las autoridades, apoyando o cuestionando su accionar. En este sentido, estas movilizaciones adoptaron diferentes repertorios de prácticas mediante las cuales procuraron visibilizar aquello que en la época se denominaba “sentimiento público”, entre las cuales destacaban los desfiles, mítines, demostraciones de apoyo, organización de actividades para financiar los objetivos de la movilización, entre otras.
Las primeras acciones militares fueron una instancia privilegiada para que instituciones y autoridades animaran a la sociedad civil a su favor. No obstante, en términos prácticos la movilización social no estuvo totalmente dirigida por estas instancias oficiales, sino que se desarrolló también a través de sus propios cauces. Movidos de manera inorgánica, es decir, sin mediar una organización política o ruta programática, los diversos grupos sociales que se plegaron a este hipotético conflicto internacional procuraron demostrar que el nacionalismo contaba con un arraigo popular, que los medios de la época ensalzaron como voluntario y espontáneo. En el contexto cultural de la época, este tipo de activismo nacionalista no era una anomalía, pues dicha ideología devino en la “fuerza cultural dominante” del período.[37] Tampoco lo era respecto al nacionalismo entendido como ideología, pues los principios nacionalistas eran inseparables de su puesta en práctica,[38] manifestación a su vez del rasgo “emocional” que distingue su ideario.[39] Según constatamos en este apartado, el llamado “espíritu nacional” solo se podían verificar en las acciones de sus adherentes, a lo largo de una serie de manifestaciones que alcanzaron notoriedad y masividad durante entre los meses de junio y agosto.
Las primeras instancias de movilización social estuvieron estrechamente ligadas a los sucesos en Bolivia y los movimientos militares. Según El Mercurio, apenas anunciada la movilización de tropas el 15 de julio, se presentaron más de 200 oficiales de reserva, mientras que el Círculo de Jefes y Oficiales Retirados, que contaba con numerosos veteranos de la Guerra del Pacífico, también ofreció su concurso a la causa. Lo propio hicieron los miembros de la antigua Liga Patriótica de Valparaíso, quienes anunciaron su reorganización bajo el nuevo nombre de “Liga Patriótica Chilena”, la que estaría formada “por ex-militares, obreros, empleados de comercio y el pueblo en general”. Por su lado, las ciudades del norte fueron escenario de algunas de las primeras manifestaciones públicas masivas. El mismo 15 de julio, se organizó en Arica −centro de la disputa territorial con Perú− una concurrida recepción al despuesto presidente boliviano Gutiérrez Guerra y otros deportados, quienes fueron recibidos con una “colosal ovación”.[40] Mientras que el 17 de julio, se organizó en Antofagasta una “entusiasta y enorme manifestación patriótica en la que participaron alrededor de 10 mil personas”. El desfile popular terminó en el Regimiento Esmeralda, donde se aclamó al “al Ejército y a la patria en medio de delirante entusiasmo”. Al día siguiente se llevó a cabo una nueva manifestación, cuya extensión se contaba por más de seis cuadras.[41]
Estas escenas se replicaron igualmente en Santiago y otras ciudades, las que fueron exaltadas en la prensa por su masividad y espontaneidad. En la capital, la festividad de la Virgen del Carmen, Patrona del Ejército, derivó en una efusiva expresión de patriotismo. Durante la misa realizada en el Templo de San Francisco el día 18 de julio, el sacerdote “exhortó a la juventud a cultivar, hoy más que nunca, los sentimientos patrióticos, que han sido siempre la característica del pueblo chileno”. Terminada la ceremonia religiosa, los presentes entonaron el Himno Nacional, a lo cual se sumaron numerosos transeúntes, “dando lugar a una simpática y emocionante escena, en que hombres y mujeres, jóvenes y viejos, manifestaban su entusiasmo patriótico”. Al sur, en la zona carbonífera, se llevó a cabo ese mismo día una reunión de los obreros de Lota, Coronel y Schwager, quienes acordaron dar su apoyo al gobierno “a fin de resguardar el honor y la integridad de la patria”. Tras la reunión, los gremios desfilaron por las calles de Coronel entonando el Himno Nacional. Mientras que en Valparaíso, también el 18 de julio, tuvo lugar la primera asamblea de la Liga Patriótica Chilena, a la que concurrieron más de 800 asambleístas y numerosos aspirantes. Finalizada la reunión, se inició un desfile hacia la Plaza Victoria que alcanzó una concurrencia de más de 8 mil personas.[42]
Sin embargo, las manifestaciones más concurridas de esos primeros días se efectuaron en torno a la despedida de los regimientos Buin y Pudeto en Santiago, las que alcanzaron enormes proporciones. El 19 de julio, el Ejército realizó en el Club Militar una despedida a los oficiales reservistas que partirían al norte. Después del evento, relata El Mercurio, “se organizó espontáneamente” un desfile compuesto inicialmente por 400 o 500 personas, pero que “fue engrosando rápidamente hasta formar una extensa falange de más de ocho cuadras”.[43] Al día siguiente, con la partida de las tropas, las manifestaciones patrióticas aumentaron en masividad. Según describía el mismo periódico, el 20 de julio todo el pueblo de Santiago, “sin distinción de clases sociales”, organizó “una verdadera romería a la Alameda de las Delicias”, la que abarcó numerosos barrios de la ciudad. Según los testimonios de las “personas de edad” presentes ese día, “desde 1881 no habían presenciado una manifestación igual”, siendo incluso “superior a la que se efectuó el mencionado año, cuando el pueblo de Chile recibía a las tropas que fueron a combatir en la campaña del Pacífico”.[44] Tal fue el entusiasmo de los asistentes, que estos llegaron incluso a emular la marcha de los soldados. Según el corresponsal de Zig-Zag, al centro de la Alameda se formó una columna de mujeres, hombres y niños empuñaban sus paraguas “como una espada o un rifle” mientras “las voces entonaban un ritmo majestuoso, al paso de toda una muchedumbre que adoptaba gestos militares”.[45]
Estas primeras expresiones de sentimiento patriótico fueron ampliamente celebradas por la opinión pública. En su editorial del 21 de julio, El Mercurio consideraba que demostraciones de este tipo, “que se producen naturales y espontáneas, como una necesidad del espíritu popular, tienen un gran valor y sirven mejor que nada para mostrar el ánimo en que se halla la nación frente a sus dificultades internacionales”. Desde este punto de vista, “la mejor señal de que un pueblo no se halla en decadencia, sino en pleno vigor de sus energías nacionales”, es no haber perdido el instinto que “le permite alzar la cabeza vigilante y resuelto al más leve rumor de peligro para la patria”.[46] Por su parte, La Nación destacó la masiva convocatoria en Santiago como rasgo de un “profundo patriotismo”, que “se inspiró una vez más en el recuerdo de todos los actos heroicos de los habitantes de esta tierra, y saludó (…) a los abnegados ciudadanos en quienes descansa la estabilidad y el prestigio de las instituciones nacionales”.[47] Respecto a este legado heroico del pueblo chileno, el escritor Luis Adán Molina se mostraba aún más enfático. A su juicio, los desfiles patrióticos eran prueba de que los descendientes de “Lautaro, de O’Higgins y de Prat están en estos momentos de pie y sabrán en todas las circunstancias, defender (…) la bandera que les han legado sus antepasados”.[48]
Por cierto, las movilizaciones patrióticas no fueron patrimonio chileno. Como una evidencia de la efervescencia nacionalista a ambos lados de la frontera, en el mismo escenario el gobierno de Leguía desplegó una importante actividad ritual para demostrar el fervor patrio. A la apoteósica parada militar que cerró las festividades del 28 de julio, que fueron una poderosa señal hacia Chile del poderío militar peruano, un par de días después se realizó una multitudinaria manifestación cívica en honor de las “provincias cautivas”, Tacna, Arica, y Tarapacá.[49] El 31 de julio se llevó a cabo en las calles de Lima un masivo desfile.. La actividad, organizada por la Asociación de Estudiantes de Ingeniería y promovida por la prensa como una instancia “para mantener vivo el odio a Chile”,[50] convocó a más de 30 mil personas, entre gremios, escuelas y asociaciones civiles locales que marcharon hasta el Palacio de Gobierno, desde cuyos balcones el Presidente Leguía y el Mariscal Andrés Avelino Cáceres observaban el despliegue de la manifestación que, según un medio, “pone de relieve la justa y general ansiedad de reivindicación que anima a nuestros conciudadanos” .[51]
Volviendo al caso chileno, entre los días 20 y 21 de julio las masivas manifestaciones se replicaron en varias ciudades del país, entre las que destacaron Valparaíso −desde donde se embarcarían las tropas− y las del norte chileno, como Arica, Iquique y Antofagasta. Sin embargo, estas convocatorias patrióticas también fueron escena de actos de violencia y hostigamiento a ciudadanos peruanos. En Valparaíso, por ejemplo, “una poblada formada por diversos elementos” se dirigió a la tienda Sastrería Naval “y comenzó a gritar que se fuera su propietario porque es peruano”, para luego vandalizar la fachada del local. En Iquique, una multitud se dirigió al Consulado de Brasil, donde trabajaba un ciudadano peruano, e “hicieron grandes manifestaciones de protesta en contra de la persona del funcionario mismo”.[52] Si bien no se atacó el Consulado, la manifestación debió ser disuelta por la policía para evitar un inminente atentado contra el funcionario. Una situación similar ocurrió en Antofagasta, según constataba El Mercurio, donde numerosos manifestantes se dirigieron a protestar frente al Consulado de Francia, delegación que atendía también los intereses diplomáticos peruanos. Ante estos hechos, el periódico consideraba que si bien respondían a las provocaciones peruanas, no se justificaba ponerse “al mismo nivel de una nación a la cual nos consideramos superiores en civilización”. Por ello, llamaba a evitar estos actos “que no contribuyen a robustecer el sentimiento nacional”, pues “el temperamento viril y sereno de nuestra raza no necesitan manifestarse en esa forma para condenar extravíos y aberraciones de doctrinas”.[53]
No obstante, los incidentes más graves se desarrollaron el 21 de julio en Santiago. Ese día, a causa del rechazo manifestado por la Federación de Estudiantes de Chile (FECH) al posible conflicto bélico con Perú, un grupo de manifestantes se dirigió Club de esta institución, asaltando el local y destruyendo su mobiliario, imprenta y biblioteca.[54] Tras este incidente, se sucedieron varios enfrentamientos callejeros entre manifestantes a favor y en contra de la guerra. El más violento de estos se produjo durante la noche, cuando un joven obrero que se negó a besar la bandera chilena, según se lo exigía un grupo de jóvenes patriotas, recibió una golpiza de estos últimos. En medio de la riña, se efectuaron disparos de revolver hacia los manifestantes nacionalistas, dando muerte al joven Julio Covarrubias Freire e hiriendo de gravedad a otro, Ignacio Alfonso Gil.
En plena agitación social, el fallecimiento de Covarrubias y su funeral fueron instancias idóneas para la exaltación del discurso nacionalista, por la masividad que adquirió el evento.[55] Comentando el asesinato, El Mercurio destacaba la entrega de su vida “al servicio de la patria que, como la madre, está por sobre todas las mezquinas odiosidades de los hombres”. En este sentido, el nacionalismo otorgaba un sentido de pertenencia que borraba las distinciones sociales, pues la patria “es el lazo de unión que ata a todos los corazones en un unánime sentir”.[56] Por su parte, en su discurso pronunciado en el funeral, el ministro de Guerra Ladislao Errázuriz afirmó que Covarrubias había muerto “en defensa de ese noble sentimiento, el amor a la Patria, tan profundamente arraigado en el pecho de nuestros conciudadanos”.[57] Acorde a la atmósfera cuasi bélica del momento, el ataúd de Covarrubias fue trasladado en una carroza del Ejército cubierto con la bandera chilena que él mismo llevaba el día de su muerte. El cortejo fue acompañado de una nueva y masiva manifestación, que convocó a todos los sectores de la sociedad. Según relatase la escritora Elvira Santa Cruz, el desfile fue encabezado por las enfermeras de la Cruz Roja, “avanzada feminista que surge con la clarinada de aurora”, seguidas de estudiantes, corporaciones sociales, universitarios, obreros y finalmente los veteranos de 1879 “árboles caducos pero animados por el soplo inextinguible del amor patrio”.[58]
Como deja entrever el relato de Elvira Santa Cruz, el funeral de Covarrubias fue también el escenario de una importante participación de mujeres que se movilizaron desde los primeros días del conflicto internacional. Fue el caso, por ejemplo, de la manifestación organizada en Santiago el 20 de julio, donde la presencia femenina captó el interés de la opinión pública. “Llamaba notablemente la atención el espíritu patriótico manifestado ayer por nuestras damas”, relataba El Mercurio, quienes no reparaban “en la fuerte lluvia y en el barro que había en las calles para ver pasar a las tropas”.[59] Y a propósito del funeral propiamente tal, el mismo periódico señalaba “que por primera vez en nuestra historia se ha visto el caso de que señoras y señoritas de la sociedad hayan tomado parte tan importante en un duelo público”, instancia en la cual debieron “recorrer una enorme distancia, por un pavimento en pésimo estado y sufrir verdadero sacrificio”.[60] Esta movilización femenina tuvo especial impulso a través de la Cruz Rojas de Mujeres, que el 19 de julio había iniciado el enrolamiento de voluntarias bajo la dirección de Sofía Eastman de Huneeus.[61] Precisamente por este motivo, se publicó por esos días una entrevista a Sofía Eastman realizada por la escritora Celinda Arregui, quien escribía además sus propias impresiones sobre la conversación. Entre otras consideraciones, Arregui manifestaba que el ejemplo de Eastman le hacía pensar que las mujeres chilenas eran las mismas “de la patria vieja y de la reconquista, y que el espíritu de nuestras madres de la patria, vibra en cada alma femenina, y que, en las circunstancias de un conflicto internacional, cada mujer chilena sabrá cumplir su deber”.[62] Como se observa en este caso, el discurso nacionalista demostró una notable capacidad de convocatoria al ser capaz de movilizar a diversos grupos sociales, incluso aquellos que, como las mujeres, no tenían acceso a espacios formales de participación política.
La masividad y amplitud social descritas fueron un rasgo característico de la movilización social de esos días. Según se constata en la prensa, las manifestaciones se extendieron con regularidad y durante todo el mes de agosto en numerosas ciudades y localidades de todo el país. Estas incorporaron además a organizaciones sociales variopintas que en ningún caso se limitaron a las ligas patrióticas o sociedades de veteranos. Como sostiene Rinke,[63] la retórica nacionalista proliferó en grupos de la sociedad civil, como clubes deportivos, organizaciones juveniles y el mencionado movimiento femenino, cuya expresión quedó de manifiesto en el apoyo que prestaron al esfuerzo militar. Por cierto, las muestras de apoyo no se limitaron a los desfiles patrióticos o el enrolamiento voluntario. Proliferaron también otras instancias, como las erogaciones y colectas, con fines igualmente variados: para levantar un monumento a Julio Covarrubias; en ayuda a la familia del nacional argentino Aurelio Bermúdez −asesinado en Perú por creerlo ciudadano chileno−; o para contribuir materialmente a las Fuerzas Armadas, como fue el caso de una erogación nacional para obsequiar aviones al Ejército. No fueron la excepción algunas fuerzas políticas del periodo. Fue el caso de la Alianza Liberal y su candidato presidencial Arturo Alessandri, que por su controvertida campaña marcada por su apelación al mundo popular y su tono antioligárquico,[64] se vieron en la necesidad de convocar el 1° de agosto a una manifestación patriótica en honor “a la bandera y la Constitución”.[65] Como Alessandri constató en sus memorias, aunque él desconfiaba inicialmente de la hipótesis de guerra que se barajaba en ese entonces —“Yo no creía en la guerra ni en la verdad de los informes que motivaron el movimiento”—, la presión social lo impelió a participar de este tipo de actos y cuadrarse con la atmósfera nacionalista del momento, a riesgo de perder su capital político.[66]
En definitiva, el nacionalismo exhibió algunas de sus principales fortalezas ideológicas al ser capaz de convocar por un tiempo sostenido a sectores transversales de la sociedad civil, sin recibir necesariamente una dirección “desde arriba”. Sin embargo, como se muestra a continuación, el optimismo público ante la vigencia del espíritu nacional contrastó fuertemente con el discurso que se articuló respecto a sus adversarios: los supuestos agentes peruanos y los agitadores anarquistas que actuaban en Chile. Estos “enemigos internos” dieron pie a una versión más crítica del discurso nacionalista, que enfatizaba el decaimiento patriótico y de los fundamentos de la nacionalidad chilena a causa de estos elementos extranjeros y sus doctrinas disolventes.
4. EL “ENEMIGO INTERNO”: PERUANOS, ANARQUISTAS Y LA CONFIGURACIÓN DEL ANTAGONISMO IDEOLÓGICO EN EL DISCURSO NACIONALISTA
Un último aspecto por tratar del nacionalismo tiene que ver con su definición de otros grupos adversarios a partir de la oposición discursiva ellos/nosotros presente en la generalidad de las ideologías políticas.[67] En el caso del nacionalismo, esta distinción muchas veces opera tanto en la autoglorificación de la propia identidad nacional, como en la articulación del “mito de la maldad del otro”, perfilado como el antagonista de los valores de la nación y que intenta destruirla ya desde afuera como desde dentro de ella.[68] Y es que el nacionalismo logra la cohesión muchas veces a través de la exclusión del otro.[69]
El discurso oposicional del nacionalismo no se limitó a sus enemigos externos, sino que se dirigió contra lo que en la época se consideró también el “enemigo interno”. En gran medida esta categoría fue expresión del fuerte contenido xenofóbico y anticomunista del nacionalismo,[70] elementos que se articularon como explicación a los problemas que aquejaban al país. Más específicamente, estas características del discurso nacionalista remitían a dos procesos sociales y políticos particulares. Por un lado, el proceso de chilenización que se llevó a cabo en las provincias de Tacna y Arica tras la Guerra del Pacífico, el cual se levantó a partir de una interpretación étnica de la identidad nacional que distinguía racialmente a chilenos y peruanos.[71] En el contexto de 1920, esta visión motivó la desconfianza y hostigamiento contra la población peruana residente en Chile, considerada como una amenaza por la supuesta actividad de espionaje y sabotaje que realizaban al interior del país. Por otro lado, la creciente presencia de ideologías socialistas y revolucionarias, cuyas doctrinas eran ampliamente rechazadas por las elites. Aunque en 1920 este rechazo se tradujo en una desconfianza hacia la generalidad del movimiento obrero, el principal blanco de la crítica nacionalista fue el anarquismo, que durante la década de 1910 había experimentado un importante crecimiento en el país.[72]
No es de extrañar entonces que, a lo largo del conflicto internacional de 1920, la crítica nacionalista interpretara que ambos grupos se encontraban en estrecha confabulación para desestabilizar social y políticamente a Chile, y así facilitar una eventual invasión militar del Perú. Ante este diagnóstico, la opinión pública advirtió profusamente sobre los riesgos que estos elementos suponían para la unidad nacional, los que debían ser expulsados y combatidos por el gobierno. Pero en términos más generales, el nacionalismo dirigió su crítica hacia toda la inmigración indeseada que, desde su punto de vista, traía consigo doctrinas antipatrióticas y constituían un elemento pernicioso para la integridad racial chilena.
Tal como sucedió con las movilizaciones patrióticas de esos meses, un hito crucial en las definiciones nacionalistas fue el asesinato de Covarrubias, cuyo autor se presumía era un agitador anarquista. Tras este incidente, la amenaza de estos elementos antipatrióticos parecía hacerse evidente. Según El Mercurio, el asesinato no era sino “el fruto de propagandas subversivas que han logrado abrirse paso en cerebros mal equilibrados y han armado la mano criminal” por lo que “todos los chilenos tenemos la obligación de contribuir a que se extirpe el germen que hemos visto amanecer”.[73] En una línea similar, para el diputado conservador Alejo Lira, estos deplorables sucesos hacían imperante la acción de las autoridades “para impedir que continúen profanando el suelo patrio individuos sin Dios ni ley, que no satisfechos con las prédicas subversivas (…) hoy atentan contra la vida de los buenos hijos de Chile”.[74] En general, estos elementos subversivos fueron considerados como traidores a la patria, interpretación que permitía a sus detractores enfatizar el carácter unificador que acarreaba este último término. Así se observa, por ejemplo, en el comentario del periodista Alberto Mackenna sobre los incidentes del 21 de julio, donde definía a la patria “como una madre a la cual todos los hijos, aunque estén desunidos entre ellos, deben acercarse juntos para besarles la frente”. “Desgraciados de los hijos que no rinden este culto a la madre”, sentenciaba, “desgraciados los hijos de este suelo que, en un momento de patriótica inquietud, son capaces de traicionar el sentimiento de la patria”.[75] Esta demarcación inicial de un otro completamente ajeno a la comunidad nacional rápidamente entroncó con el repudio social hacia peruanos y anarquistas.
En cuanto a la presencia peruana, esta habría estado presente desde los inicios del conflicto en los supuestos espías y saboteadores que operaban desde Chile. Según editorializó El Mercurio, “lo que en manera alguna podemos aceptar más tiempo en Chile es que continúen participando de nuestra vida innumerables elementos peruanos que existen diseminados en todos los campos de la actividad nacional”. Aprovechándose de la hospitalidad chilena, añadía, estos “se han introducido en el comercio y en las oficinas públicas, no como elementos de orden y de solidaridad sino como agentes destacados para ejercer el espionaje y crearnos dificultades interiores”.[76] Este rechazo a los peruanos se intensificó tras el asesinato de Julio Covarrubias y derivó en numerosos intentos reducir su presencia en el país. Este fue el tono predominante del homenaje a Covarrubias en la Cámara de Diputados, cuyos miembros demandaron la inmediata expulsión de los peruanos residentes en Chile. A modo de ejemplo, el diputado demócrata Manuel O’Ryan exigió al gobierno poner “mano de hierro contra aquellos que lanzan prédicas contra nuestros más caros sentimientos de amor a la patria”. Esto implicaba “la expulsión de los malos elementos de país”, especialmente de “los peruanos aquí radicados y que tanta ramificación tienen” para que no “continúen ejerciendo el espionaje, como lo han hecho hasta la fecha”.[77] El temor a la injerencia peruana pareció confirmarse en la investigación judicial que siguió al asesinato. Así lo creía El Mercurio, que aseveraba que en dicha investigación “aparece ya de manifiesto la obra de los espías y agentes peruanos”, y que existía incluso “una organización secreta formada por residentes peruanos, que ejercitaban el espionaje en muchas reparticiones de importancia”. Esta acción peruana se dirigía sobre todo hacia la clase obrera, lo que explicaba “el debilitamiento del sentimiento patriótico de que han dado muestras (…) algunos elementos populares”, pues “no hay chilenos anti-patriotas, hay chilenos sugestionados, engañados por el espionaje peruano, y nada más”.[78]
Estas manifestaciones anti-peruanas fueron acompañadas de un fuerte discurso anti-anarquista, pues se consideraba que ambos operaban en connivencia contra los intereses de Chile. Esta crítica se enfocó casi exclusivamente en la recientemente formada IWW, organización anarcosindicalista internacional formada dos años antes en Chile, cuya y asociación con Perú fue probablemente alimentada por el importante intercambio y solidaridad entre los anarquistas peruanos y chilenos de comienzos del siglo XX.[79] Frente a estos aparentes peligros, el columnista de El Mercurio, Claudio Arteaga Infante, consideraba “preciso no olvidar al enemigo oculto, al eterno intrigante del Norte”. Este enemigo se aprovechaba “de todas las circunstancias” para introducir “el desconcierto, el caos, la desorientación, el entrechoque violento y un odio mutuo capaz de producirnos un verdadero estado revolucionario dentro de nuestras fronteras”. En este sentido, el comentarista llamaba la atención sobre la súbita aparición de la IWW en Chile, “institución comunista extranjera que en ninguna parte es bien mirada” y donde “también está presente el oculto enemigo de Chile, el eterno intrigante que se sirve de todas las armas (…) para causarnos la perdición”.[80] Una visión similar expresaba el diputado conservador José Francisco Urrejola, quien sostuvo “que los afiliados de la IWW, entre los cuales hay varios peruanos y de otras nacionalidades, planeaba un golpe contra las faenas marítimas”, en referencia a la importante presencia que tenían los anarcosindicalistas en los centros portuarios.[81] Por su parte, en su sección de crónica policial, el diario La Nación sostenía que la IWW, “que tenía ya ramificaciones en todo el país, sustentaba los principios disolventes que están comprendidos en el anarquismo”. Así, con el propósito “de acentuar una profunda anarquía entre el capital y el trabajo”, la IWW “no trepidó en solicitar el concurso de otras sociedades de países sudamericanos, entre las cuales vale citar algunas del Perú”.[82]
En cualquier caso, quienes sostenían esta línea discursiva se cuidaron igualmente de no generalizar excesivamente el alcance de estos agitadores. En general, este “enemigo interno” fue caracterizada como una minoría influenciada por doctrinas políticas extranjeras. Fue particularmente el caso de la FECH, que por entonces albergaba una gran variedad de ideologías y corrientes de pensamiento −entre las que se contaban el socialismo y el anarquismo− y que expresaban una visión crítica sobre el orden social y político del país.[83] Por ello, la FECH fue objeto de numerosas advertencias en torno las controvertidas simpatías ácratas que existían en su seno. Dirigiéndose a los estudiantes, el intelectual nacionalista Guillermo Subercaseaux les recordaba que “la idea de patria es sagrada para los pueblos del presente”, porque “descansa en la más alta y permanente conveniencia nacional y social, como es para un pueblo la de mantener la soberanía entre los límites de su territorio”. Por ello, y ante la supuesta adhesión de la FECH al “comunismo internacional”, Subercaseaux se mostraba seguro de “que solo una insignificante minoría participa (…) de tales ideas”, minoría que sin embargo “ha enlodado vuestros nombres y pesa sobre vosotros el deber de sacudir un yugo que ha llegado a ser ignominioso”.[84] Por un parte, el columnista “Víctor Noir” −seudónimo del periodista Enrique Tagle− era enfático en señalar que “los culpables no son los estudiantes ni tampoco los obreros”, sino “algún traidor vendido al oro extranjero”. No obstante, ello era síntoma de la “enfermedad del anti-patriotismo” que, cubierta de ideas de “pacifismo y el humanitarismo”, constituía el “mal del siglo y acaso el síntoma más saliente de la decadencia de las razas latinas”.[85] Un rechazo similar el que expresaba otro columnista de El Mercurio, esta vez referido al “internacionalismo”. Para este autor, la patria representaba “el conjunto de todas las fuerzas ancestrales condensadas en nosotros mismos”, por lo que “defenderla es defender, a la vez, el pasado, el presente y el futuro de una raza”. “Los internacionalistas de nuestra tierra, escasos de experiencia y de buenos maestros”, concluía, “parecen desconocer este puñado de verdades”.[86]
Esta alarma pública frente a la presencia de peruanos y anarquistas sirvió igualmente para discutir algunos problemas más generales relacionados a la preservación de la nacionalidad chilena. Uno de estos fue el de la inmigración indeseada, que desde el punto de vista nacionalista explicaba las ideas anarquistas en Chile, cuestión que durante la década de 1910 −y sobre todo tras la Primera Guerra Mundial− se tradujo en una demanda por expulsar a los supuestos agitadores extranjeros y cuyo corolario fue la Ley de Residencia de 1918.[87] Refiriéndose a los agitadores anarquistas provenientes de Europa y EE.UU., El Mercurio consideraba necesario detener “esta ola de expulsados de los países civilizados que estamos recogiendo regularmente a vista y paciencia de todos, y que el Gobierno asuma una actitud resulta al respecto si no quiere tener que lamentar más tarde movimientos sediciosos, cuyas consecuencias nadie puede prever”.[88] Mucho más enfático se mostraba a este respecto La Nación. De acuerdo con el periódico, contrariamente a la buena inmigración que debía ser “buscada, favorecida e instalada, existía”, la mayoría de los desplazados europeos de ese entonces correspondían a “emigrantes a la desesperada, que ni por sus cualidades racionales ni por sus condiciones morales parecen ser recomendables para un injerto en la masa etnológica de la población sudamericana”. A esta corriente migratoria se sumaba todo el “desperdicio humano” que era perseguido y expulsados por sus gobiernos “en nombres de una necesidad de depuración social y del principio de defensa de las instituciones nacionales”. Estos elementos, añadía, resultaban particularmente perniciosos pues no tenían “ideas de Patria ni de moral social”, y al esparcirse por el mudo van “infiltrándose en las sociedades, al amparo de la negligencia y de la imprevisión de estos pueblos-niños como el nuestro que viven y marchan sin preocuparse de los peligros que los rodean”. A la luz de estos problemas, la editorial consideraba necesario “constituir, arraigar y fortalecer el sentimiento de la nacionalidad para mantenerla unida e indivisible”, sobre todo en medio de conflictos internacionales “en que las tendencias de la sangre y de la raza suelen rebelarse en condiciones disolventes para la Patria en peligro”.[89]
Esta necesidad de reforzar el sentimiento nacional también fue abordada desde la educación escolar, instancia que se consideró fundamental para la transmisión de los valores patrios. En lo inmediato, esto de plasmó en la discusión urgente de un proyecto de ley presentado en 1918 que establecía el izamiento de la bandera al inicio y término de la jornada escolar en todos los establecimientos educacionales del país. Este proyecto fue ocasión para que la prensa comentara la importancia de este tipo de medidas en el sentido señalado. Para La Nación, “la necesidad de educar el espíritu de las nuevas generaciones en los sentimientos más acendrados de la patria y del civismo, pasa en los momentos actuales a ser un deber preferente de los poderes públicos”, acción que debía renovar las “grandes virtudes ancestrales que treinta años de paz absoluta de y prosperidad relativa, habían ido debilitando paulatinamente”. En términos concretos, la editorial recomendaba “el fomento de los estudios sobre la historia patria y los grandes hechos de sus próceres y la rigurosa represión de toda propaganda contra estos ideales”, “reavivar aquí el entusiasmo atávico por el uniforme de un ejército de una marina invictos”, así como “mantener libre el país de todas las escorias disolventes y mefíticas”.[90] Misma importancia que El Mercurio asignaba al caso específico del izamiento de la bandera, “bella costumbre” que “nunca fue más necesaria que hoy, cuando sentimos real y efectiva la propaganda de doctrinas emponzoñadas que atacan la base de sentimientos que son el secreto de nuestra unidad nacional y de las grandes energías colectivas desplegadas por nuestra raza”.[91]
Contrario a los discursos relativos a la movilización militar y social de esos días, en lo que se refiere al enemigo interno el nacionalismo mostró una faceta crítica, y hasta cierto punto pesimista, de la situación en que se encontraba Chile. Pues si el fervor patriótico por participar en la guerra y su amplio respaldo popular eran muestras de la vigencia del espíritu nacional, la presencia de elementos disolventes parecía indicar lo contrario. En este sentido, quienes se posicionaban desde el punto de vista del nacionalismo consideraban que los fundamentos de la unidad e integridad chilena se encontraban debilitados o amenazados, lo que requería una acción enérgica de las autoridades. En esto, el nacionalismo esbozó un discurso con pretensiones programáticas, cuya puesta en práctica ya no descansaba en la espontaneidad y fervor de las masas, sino en un plan de acción con propósitos más definidos. Esto fue sobre todo el caso de la inmigración, que desde años antes había venía siendo perfilado desde una perspectiva nacionalista, así como el de la educación, espacio crucial para su reproducción ideológica.
5. REFLEXIONES FINALES.
Los sucesos que acompañaron a la movilización militar de 1920 dejaron en evidencia una serie de rasgos distintivos del nacionalismo chileno de las primeras décadas del siglo XX que es preciso destacar. El primero es el marcado carácter castrense que asumió el nacionalismo chileno, lo que se expresó en una patente militarización del lenguaje, la exaltación de los valores asociados a la guerra y la homologación general de los valores patrios a los del Ejército, institución que se asumió como la detentora de estos. La celebración de la guerra, la proliferación de alusiones a los héroes bélicos de antaño y la evocación persistente de efemérides ligadas a lo militar fueron elementos importantes para la fisonomía que adquirió el nacionalismo chileno, incluso desde sus portavoces civiles.
En segundo término, el discurso nacionalista fue condicionado históricamente por la naturaleza irresuelta de los conflictos limítrofes tanto con Bolivia —y sus intentos de revisión del Tratado de 1904— como, especialmente, con el Perú, a propósito de los diferendos en torno a la soberanía definitiva de Tacna y Arica. Dichos elementos incidieron en que el discurso nacionalista chileno, forjado en el contexto de la Guerra del Pacífico, pudiera desarrollarse e incluso potenciarse en otro escenario histórico. Así, las tensiones limítrofes, irresueltas hasta 1929 con Perú, contribuyeron a fomentar este énfasis guerrero del nacionalismo chileno, factor que se acentuaba a medida que escalaban en animosidad las diferencias diplomáticas en la frontera.
Por último, como ha quedado en evidencia en esta pesquisa, resulta destacable el vínculo entre la dimensión discursiva del nacionalismo y su presencia en el espacio público, a través del multitudinario despliegue de meetings, colectas, desfiles, romerías, etc. Su multiforme plasmación en el espacio público, así como la heterogeneidad de los actores involucrados en su formación refuerzan no solamente el carácter plástico del lenguaje nacionalista —y su permanente adaptabilidad histórica a nuevos escenarios— sino también su condición hegemónica en la época. En efecto, si el nacionalismo llegó a constituirse en la fuerza cultural dominante del período fue justamente por su capacidad de interpelación y movilización masiva de distintos grupos sociales que se alinearon con sus directrices y valores, especialmente en tiempos de agudización de las tensiones políticas y sociales del país. Como lo hemos evidenciado en estas páginas, el nacionalismo promovió un discurso de integración bajo los valores patrios, pero que se fundamentó también en criterios de exclusión racial y política.
Referencias citadas
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[23] Ferran Zambrano, La demanda boliviana ante la Liga de las Naciones. Documentos y comentarios de un ex -delegado (La Paz: Escuela Tipográfica Salesiana, 1922), 17.
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[25] "Apuntes y comentarios. La revolución en Bolivia", Mundial, 16 de julio de 1920.
[26] Emilio Rodríguez Mendoza, “Informe sobre la revolución boliviana de 12 de julio de 1920”, Archivo Nacional Histórico, Fondo Emilio Rodríguez Mendoza, vol. 22, 25.
[27] Rodríguez Mendonza, “Informe sobre la revolución…”, 81.
[28] Rodríguez Mendonza, “Informe sobre la revolución…”, 69.
[29] La llamada movilización de 1920 (Antecedentes y documentos) (Santiago: Imprenta La Gratitud Nacional, 1923), 136.
[30] La llamada movilización, 21, 136, 138, 143-144, 146.
[31] Andrés Avendaño, 1920 La movilización (Santiago: Academia de Historia Militar, 2020), 34-38.
[32] “La revolución en Bolivia. Entrevista con don Armando Gutiérrez”, Zig-Zag, 17 de julio de 1920.
[33] “Los sucesos de Bolivia”, El Mercurio, 14 de julio de 1920.
[34] “Los acontecimientos internacionales sur-americanos”, La Nación, 15 de julio de 1920.
[35] “Preparativos militares”, La Nación, 20 de julio de 1920.
[36] “Lo que olvidan algunos vecinos”, El Mercurio, 21 de julio de 1920.
[37] Bernardo Subercaseaux, Historia de las ideas y de la cultura en Chile. Tomo IV: Nacionalismo y Cultura (Santiago: Editorial Universitaria, 2007).
[38] Vincent, “Nationalism”.
[39] Michael Freeden, “Is Nationalism a Distinct Ideology?”, Political Studies 46, n°4 (1998): 748-765.
[40] “El cambio de régimen en el Gobierno de Bolivia”, El Mercurio, 17 de julio de 1920.
[41] “El cambio de régimen en el Gobierno de Bolivia”, El Mercurio, 18 de julio de 1920; “La situación internacional del momento”, en El Mercurio, 19 de julio de 1920.
[42] “La situación internacional del momento”, El Mercurio, 19 de julio de 1920.
[43] “La situación internacional del momento”, El Mercurio, 20 de julio de 1920.
[44] “La situación internacional del momento”, El Mercurio, 21 de julio de 1920.
[45] “Manifestaciones patrióticas. Despedida de las tropas”, Zig-Zag, 24 de julio de 1920.
[46] “La manifestación patriótica de ayer”, El Mercurio, 21 de julio de 1920.
[47] “Las manifestaciones patrióticas de ayer, La Nación¸21 de julio de 1920.
[48] Luis Adán Molina, Por la patria, El Mercurio, 21 de julio de 1920.
[49] "El mitin patriótico del 31 de julio", Mundial, 6 de agosto de 1920.
[50] Valle Vera, “El oncenio de Leguía”, 228.
[51] “El homenaje a las provincias cautivas”, Variedades, 7 de agosto de 1920.
[52] “La revolución en Bolivia y su repercusión en Chile”, La Nación, 21 de julio de 1920.
[53] “Tengamos calma”, El Mercurio, 22 de julio de 1920
[54] “La actitud de la Federación de Estudiantes”, Zig-Zag, 24 de julio de 1920.
[55] “Los funerales de don Julio Covarrubias Freire”, Zig-Zag, 31 de julio de 1920.
[56] “La desgracia de anoche”, El Mercurio, 22 de julio de 1920
[57] “La revolución en Bolivia y su repercusión en Chile”, La Nación, 24 de julio de 1920.
[58] Roxane (seudónimo de Elvira Santa Cruz), “Víctimas y verdugos”, El Mercurio, 24 de julio de 1920
[59] “La situación internacional del momento”, El Mercurio, 21 de julio de 1920.
[60] “Los funerales del Sr. Julio Covarrubias Freire se efectuaron ayer con extraordinaria solemnidad”, El Mercurio, 24 de julio de 1920.
[61] Esta movilización no se circunscribió a las grandes ciudades. Por ejemplo, esta incluyó a las voluntarias de la Cruz Roja de Chépica, en Colchagua. “De Chépica”, Zig-Zag, 4 de septiembre de 1920.
[62] Calinda Arregui de Rodicio, “La Cruz Roja de las Mujeres de Chile”, El Mercurio, 23 de julio de 1920.
[63] Stefan Rinke, Cultura de masas: reforma y nacionalismo en Chile (Santiago: DIBAM- Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 2002), 128.
[64] René Millar, La elección presidencial de 1920. Tendencias y prácticas políticas en el Chile parlamentario (Santiago: Universitaria, 1982)
[65] “Manifestación patriótica”, Zig-Zag, 7 de agosto de 1920.
[66] Arturo Alessandri, Recuerdos de gobierno. Tomo I (Santiago: Nascimiento, 1967), 45-46.
[67] Van Dijk, Ideología, 257.
[68] Stephen van Evera, “Hypotheses on nationalism and war”, en Nationalism and ethnic conflict, editado por Michael Brown, Owen Coté Jr., Sean Lynn-Jones y Steven Miller (Cambridge: MIT Press, 2001), 49.
[69] Anthony Marx, Faith in nation: exclusionary origins of nationalism (Nueva York: Oxford University Press, 2003)
[70] Rinke, Cultura de masas, 129.
[71] Sergio González Miranda, El dios cautivo. Las Ligas Patrióticas en la chilenización compulsiva de Tarapacá (1910-1922) (Santiago: Lom, 2004); William Skuban, “Civic and Ethnic Conceptions of Nationhood on the Peruvian-Chilean Frontier, 1880-1930”, Studies in Ethnicity and Nationalism 8, n°3 (2008): 386-407; L. Galdames, R. Ruz y A. Díaz, Imaginarios nacionales de la frontera norte chilena. Revistas magazinescas (1883-1930) (Santiago: Ediciones Universidad de Tarapacá, 2018).
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[73] “El atentado”, El Mercurio, 23 de julio de 1920.
[74] Cámara de Diputados, Sesión 24 ordinaria, 22 de julio de 1920, pp. 687-688.
[75] Alberto Mackenna, “En ¡alerta! Del patriotismo”, El Mercurio, 23 de julio de 1920
[76] “La infección peruana”, El Mercurio, 21 de julio de 1920.
[77] Cámara de Diputados, Sesión 24 ordinaria, 22 de julio de 1920, p. 691.
[78] “Los actos subversivos y el espionaje peruano”, El Mercurio, 13 de agosto de 1920
[79] Joshua Savala, “Ports of Transnational Labor Organizing: Anarchism along the Peruvian-Chilean Littoral, 1916–1928”, Hispanic American Historical Review 99, n°3 (2018): 501-531.
[80] Clarín (seudónimo de Claudio Arteaga Infante), “El oculto enemigo”, El Mercurio, 27 de julio de 1920.
[81] Cámara de Diputados, Sesión 24 ordinaria, 22 de julio de 1920, p. 691.
[82] “Crónica policial”, La Nación, 3 de agosto de 1920.
[83] Fabio Moraga, ‘Muchachos casi silvestres’. La Federación de Estudiantes y el movimiento estudiantil chileno, 1906-1936 (Santiago: Ediciones de la Universidad de Santiago de Chile, 2007); Raimond Craib, Santiago subversivo 1920. Anarquistas, universitarios y la muerte de José Domingo Gómez Rojas (Santiago: Lom, 2017).
[84] Guillermo Subercaseaux, “A la juventud universitaria de Chile”, El Mercurio, 24 de julio de 1920.
[85] Víctor Noir (seudónimo de Enrique Tagle Moreno), “Resucitemos el patriotismo”, La Nación, 23 de julio de 1920.
[86] Veritas (seudónimo), “¡Maldita realidad!”, El Mercurio, 24 de julio de 1920.
[87] Camilo Plaza y Víctor Muñoz, “La Ley de Residencia de 1918 y la persecución a los extranjeros subversivos”, Revista de Derechos Fundamentales 10 (2013): 107-136; Verónica Valdivia, “‘Los tengo plenamente identificados’. Seguridad interna y control social en Chile, 1918-1925”, Historia 50, I (2017): 241-271.
[88] “Se impone proceder con energía”, El Mercurio, 23 de julio de 1920.
[89] “El desecho humano y la inmigración europea”, La Nación, 15 de agosto de 1920.
[90] “El espíritu patrio y los excesos de las pasiones sociales”, La Nación, 24 de julio de 1920.
[91] “La bandera”, El Mercurio, 30 de julio de 1920.